Autor: Pbro. Dr.
Eduardo María Volpacchio
Fuente:
www.algunasrespuestas.blogspot.com
¿Tiene sentido la mortificación?
Para quienes se horrorizan de la mortificación cristiana
Cada año con la llegada de
la Cuaresma -tiempo que los católicos dedicamos a intensificar la oración y la
penitencia- se reavivan las críticas, burlas o incomprensiones, hacia las
prácticas cristianas de mortificación, llegando en ocasiones al escándalo: no
faltan quienes se sorprenden indignados de que todavía en el mundo
secularizado y moderno haya quienes se mortifican.
Problemas de entendimiento
No deja de resultar curioso el rechazo que siente la
cultura postmoderna por la mortificación ajena. En el fondo, parecería
encerrar una buena dosis de hipocresía.
Si se lo mira, desde un punto de vista meramente
terrenal, se trata de algo libre que además beneficia a quien lo practica. En
efecto:
• supone el ejercicio de la libertad personal: nadie
es obligado a hacerlo, sino que se hace de buena gana
• se realiza por motivos espirituales: de elevación y
mejora personal
• no perjudic a a nadie: por el contrario, muchas
mortificaciones favorecen a los demás (uno se niega a sí mismo en beneficio
del prójimo).
• no daña la propia salud: es más, muchas
mortificaciones contribuyen a su mejora.
• se practica privadamente: no tiene por qué molestar,
ya nadie hace gala de sus mortificaciones, ni las muestra, ni las hace en
público, sino que intenta ser lo más discreto posible por una cuestión de
humildad, siguiendo la enseñanza del Maestro: “cuando ayunéis, no os finjáis
tristes como los hipócritas, que desfiguran sus rostro para que la gente vea
como ayunan. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio,
cuando ayunes perfuma tu cabeza y lava tu cara, para que los hombres no
adviertan que ayunas, sino tu Padre que está en lo oculto; y tu Padre, que ve
en lo oculto, te recompensará” (Mt 6,16-18).
Así mirado, en realidad debería mover a la admiración
y alabanza ajena.
Por el contrario, es llamativo que en una cultura que
se dic e tolerante con todas la opciones personales, la mortificación produzca
semejante rechazo: debería entrar entre lo buenamente tolerado.
Este escándalo es por lo menos contradictorio. Se da
en un mundo que “bendice” -por ejemplo- la eutanasia, lo que podría
considerarse la peor de las mortificaciones (obviamente no lo es, ya que no es
un acto de generosidad, en el que uno se ofrece por los demás). Y
paradójicamente se da que quien no ve con malos ojos que quien está harto de
vivir (o sufre) se mate a sí mismo y que la sociedad lo ayude a hacerlo, se
horroriza porque una persona decide sufrir un poco por motivos altruistas.
El sacrificio es parte de la vida de cualquier
persona. Cambian las motivaciones y las prácticas concretas. De hecho, la
cultura que rinde culto al cuerpo tiene también su “mortificación”
secularizada:
• piercing: agujerearse el cuerpo y llevar colgando
todo tipo de metales en las partes más variadas del cuerpo: lengua, ceja,
cintura, pech os, etc.
• tatuajes: marcarse el cuerpo como antiguamente se
hacía a los esclavos con inscripciones que duran para toda la vida
• cinturones gástricos que impiden comer más de al
cuenta
• costosas cirugías estéticas para mejorar el perfil
de la cara
• la competición deportiva exige a los atletas
sacrificios dietéticos y de entrenamientos muy duros.
• dietas extenuantes para lucir el cuerpo
exageradamente flaco que exigen a las mujeres los cánones estéticos actuales;
y que no pocas veces conducen a enfermedades psiquiátricas como la anorexia o
la bulimia
• horas agotadoras de gimnasio para conseguir una
musculatura “dibujada” y una pancita plana.
• exposición solar por horas sufriendo un calor a
veces insoportable para lucir un bronceado que teóricamente mejore la propia
imagen (esto sólo lo hacen los blancos, paradójicamente las personas de otras
razas intentan blanquear el color de su piel)
• encierro por horas en boliches sin luz, sin aire, l
lenos de humo, con música ensordecedora, en horarios que exigen horas de
paciente espera...
¿No será que lo no se entiende y hasta escandaliza no
sea la mortificación en sí misma, sino el motivo por el que se realiza?
En efecto, lo que no se entiende de la mortificación
cristiana es el por qué: no se hace para ganar dinero, ni para adquirir fama,
ni gloria, ni poder, ni para triunfar profesional o deportivamente, ni para
tener un cuerpo más atractivo, ni por motivos egoístas. Todo sacrificio hecho
por motivos terrenales es elogiado. Pero, si la motivación dice ser
espiritual, la cosa cambia. Desconcierta... y hasta indigna.
Y a ese mismo mundo de las dietas estrictas le parece
un horror el ayuno: que una persona deje voluntariamente de comer por amor a
Dios le suena como un acto oscurantista, retrógrado, masoquista y superado...
Y le molesta que haya gente que lo practique. De la práctica de la
mortificación corporal ni hablemos.
Y los que se esc andalizan por el celibato (que haya
quienes no se casen por el Reino de los Cielos les parece una afrenta a la
humanidad), son los mismos que no quieren casarse para no atarse a nadie
(¿para qué casarse, se preguntan, si se puede gozar de una mujer/hombre sin
compromisos y sin hijos, y cambiarlo/a cuando se quiera, sin más trámite?)
La sorpresa de algunos de nuestros contemporáneos ante
la mortificación resulta más curiosa todavía si se tiene en cuenta que no es
algo nuevo: los cristianos se han mortificado ininterrumpidamente durante los
2000 años del cristianismo. No se trata de un invento reciente de algunos
cristianos, sino de una práctica dos veces milenaria de todos ellos. Sin ir
más lejos, la Cuaresma (ese tiempo de preparación para la Pascua que se
caracteriza por la práctica de la mortificación más intensa) procede de los
primerísimos siglos: consta que ya en el siglo II los cristianos ayunaban como
preparación a la fiesta de la Resurrección.
Esta incap acidad para entender la mortificación es
una limitación cultural. Ya pasará, es consecuencia de las modas imperantes.
La cultura hedonista es un fracaso antropológico, que
hace mucho daño al hombre. Basta ver sus frutos: depresión, soledad, odio a
los bebés, disminución de matrimonios, plaga de divorcios, abortos,
promiscuidad, exaltación de la pornografía y de la prostitución, sida,
masacres de embriones, experimentación con seres humanos, intentos de
“producción” de seres humanos para la provisión de órganos a personas
enfermas...
El hedonismo hace mucho daño al hombre. Ya pasará,
como todas las modas. Es una lástima la gran cantidad de gente que destruye su
vida (¡la única que tiene!) encandilados por la cultura de la muerte, con un
proyecto vida tan dañino para ellos mismos. Es cuestión de paciencia porque
sabemos que después de una generación viene otra... y las modas pasan.
Los cristianos entendemos que quienes tienen una
planteo materialista de la vi da no puedan entender la mortificación y muchas
otras cosas. El mismo Jesús, cuando reprendió a Pedro por intentar convencerlo
de que eso de la cruz era una locura, le dijo “tus pensamientos no son de
Dios, sino de los hombres” (Mt 16,23). Por ese camino no se entiende. Y San
Pablo señala: “el hombre animal no puede entender las cosas que son del
espíritu de Dios, son necedad para él” (1 Cor 3, 14). Sucede que quien está
saturado de materialismo, piensa y juzga todas las cosas según esas solas
coordenadas: según el antiguo adagio, ya citado por el mismo San Pablo:
“comamos y bebamos que mañana moriremos” (1 Cor 15,32).
¿Por qué los cristianos se mortifican?
La mortificación pertenece a la esencia misma del
cristianismo: no hay cristianismo sin cruz. Así consta en la Sagrada Escritura
y así lo vivieron los cristianos desde el comienzo.
Es más, fue también así en el Antiguo Testamento. En
efecto Dios envía a los profetas a predicar la penitencia. Baste pensar en
Jonás y su predicación en Nínive: “dentro de cuarenta días Nínive será
destruida” (Jonás 3,4). Y como la penitencia de sus habitantes movió la
misericordia divina (Jonás 3,10).
Y los tiempos mesiánicos, se abren con San Juan
Bautista, que “curiosamente” vive en el desierto, se alimenta de manera
rudimentaria, viste penitentemente, etc. (Mt 3,4). Y no es casualidad, es
parte del plan divino. Su predicación precisamente es “haced penitencia, pues
el reino de los cielos está al llegar” (Mt 3,3).
Y el mismo Mesías comienza su vida pública, con
cuarenta días de ayuno en el desierto (Mt 4,2). Invita a llevar la cruz.
Anuncia la persecución a sus discípulos (Lc 21,12). Duerme a la intemperie en
sus viajes (no tiene donde reclinar su cabeza: Mt 8,20). Afirma que nadie
tiene amor más grande que dar la vida por sus amigos (Jn 15,13). El mismo se
entrega a la muerte para salvarnos: téngase en cuenta que todos los
sufrimientos soportados por Cristo en la Pa sión deben considerarse
voluntarios, no sólo como el ofrecimiento de algo sucedido contra la propia
voluntad y que no puede evitarse: “por eso me ama el Padre, porque doy mi
vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente.
Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo”. Como explica a sus
discípulos que era necesario que así sucediese (Lc 24,25-26): no había otro
camino.
Es tan necesario que resulta incluso una condición
básica para poder ser cristiano. El mismo Jesús lo subraya cuando invita a
seguirlo: “Quien quiera seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”
(Mt 16,24). Y los discípulos, a quienes les costó mucho aceptarlo al
principio, acabaron entendiendo: poco después de Pentecostés cuando son
azotados por el Sanedrín, salen felices de haber sido considerado dignos de
sufrir por Cristo (Hechos 5,41) y sus cartas están llenas de referencias
optimistas y hasta gozosas a la cruz. Un ejemplo entre muchos, en San Pablo:
“A hora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo
en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo,
que es la Iglesia” (Col 1,24).
Por eso los cristianos desde muy temprano adoptaron la
cruz -el instrumento donde su Dios fue torturado y asesinado- como el signo
cristiano por excelencia. Y no por masoquismo, sino por piedad: es la máxima
manifestación del amor de Dios.
Y, aunque nadie busca serlo, los mártires son los
héroes cristianos: se considera el martirio una gracia.
Y nos preparamos para la fiesta más grande (la
Resurrección de Cristo) con un largo tiempo de penitencia: cuarenta días de
Cuaresma, que conmemoran los cuarenta días de ayuno de Jesús en el desierto
(en los que –además de la oración, sacrificio y caridad personales- se nos
manda hacer dos días de ayuno). Y todos los viernes del año son días
penitenciales, en los que a través de la abstinencia nos unimos a la Pasión
Redentora[1].
Y Dios perdona nuestros pecados en el sacramento de la
penitencia, donde la misericordia divina nos “aplica” los méritos de la Pasión
y Muerte de Cristo. Y la purificación de las “secuelas” del pecado se realiza
uniéndose personalmente a la cruz de Jesús a través de la penitencia en sus
dos dimensiones: la principal -interior, el cambio de corazón- y su
manifestación externa -la mortificación- (Catecismo de la Iglesia n. 1431).
En la doctrina cristiana la salvación eterna pasa por
la cruz. Ahí nos redimió el Salvador, y por allí debemos pasar también los
discípulos. Santa Rosa de Lima lo decía de un modo gráfico: “fuera de la cruz
no hay otra escalera por la que subir al cielo”.
La mortificación tiene dos “versiones”. La “pasiva”
consiste en la aceptación generosa y alegre de las penas, dolores y
sufrimientos que nos vienen sin buscarlas. La “activa” son las que nos
buscamos por propia iniciativa (sobre formas de penitencia, cfr. Catecismo de
la Iglesia , nn. 1434-1439).
Una aclaración. Los cristianos no estamos locos. Nadie
piense que sentimos placer en el dolor -nos duele como a cualquiera, aunque
obviamente con el tiempo uno se acostumbra-. Tampoco pensamos que es un
“precio” que hemos de pagar por nuestra salvación.
Nos mueve el amor. Siendo el primer mandamiento el
amor a Dios (Mt 22,37-40) -y a fin de cuentas el único, ya que todos los demás
se dirigen a eso- no podía ser de otra manera: nos mortificamos por amor: como
expresión de amor y para hacernos capaces de amar mejor.
Y, aunque es muy necesaria, la mortificación está muy
lejos de ser la principal práctica cristiana. Tiene una función de
purificación interior, y, por lo mismo no es un fin en sí misma: nos
purificamos para ser más gratos a Dios y disponernos a ser más dóciles a la
acción del Espíritu Santo.
La mortificación sólo tiene sentido y valor en un
contexto de amor a Dios. Quien se mortificara por otros motivos -por soberbia
o vanidad, para sentirse puro, superior, o lo que sea- perdería todo el mérito
de su acción, que quedaría vaciada de contenido.
Y la verdad es que tampoco es para tanto... No somos
mártires, ni nos sentimos héroes, ni víctimas. Nos parece que es lo menos que
podemos hacer por quien ha sufrido tanto por nosotros.
Los beneficios de la mortificación
Los principales beneficios de la mortificación son
espirituales.
¡Hace tanto bien al alma! Purifica de los propios
pecados y de sus consecuencias, “espiritualiza” aumentando la sensibilidad
para la oración, da dominio sobre uno mismo, aleja las tentaciones, libera de
caprichos, inmuniza contra el consumismo y la frivolidad, es escuela de
generosidad. Lleva a superar defectos y a crecer en virtudes.
Y como la mejor mortificación es la que nos ayuda a
mejorar nuestro carácter y a darnos a los demás, tiene muchas consecuencias en
el plano humano. Nos ayuda a trabajar mejor (la puntualidad y el orden, por
ejemplo, son excelentes mortificaciones). A vivir mejor la caridad y la
convivencia (soportar pacientemente las bromas inoportunas, escuchar a
personas pesadas, etc. son otros tantos ejemplos de mortificación). Incluso
ayuda a disfrutar más las cosas buenas de la vida (la falta de negación de uno
mismo lleva a que las cosas “empalaguen”), de la misma manera que cuando
éramos chicos, los caramelos que nos gustaban, los disfrutábamos más cuanto
menos los comíamos.
La mortificación no nos amarga la vida, ni nos
empequeñece el ánimo, sino que acaba siendo fuente de alegría.
Así lo vivieron los santos y millones de cristianos
“comunes” que ven en la cruz una bendición de Dios.
Para comprender el sentido de la mortificación del
cristiano es muy recomendable, por ejemplo, leer los textos de la Liturgia de
Cuaresma: las oraciones y lecturas de las Misas de cada uno de esos cuarenta
días. Se puede encontrar allí un tesoro de doctrina.
Y si tenemos en cuenta que Dios sólo nos pide lo que
necesitamos, descubriremos que paradójicamente la mortificación es clave para
la consecución de la felicidad
15.3.06
[1] En la Argentina, la Conferencia Episcopal autoriza
a reemplazar la abstinencia de carne por la abstinencia de bebidas
alcohólicas, o por una obra de caridad o por una práctica de piedad.