VENERABLE PAULINA JARICOT
Virgen, fundadora de la Obra de la Propagación
de la Fe y del Rosario Viviente

Lyón, 22-julio-1799
+ Lorette, 9-enero-1862


UNA VIDA DE SERVICIO

Lyon, 1769. Antoine Joricot tiene ya veintisiete años cuando, con ocasión de un vía crucis que parte de la catedral de Saint-Jean para llegar al calvario muy venerado de San Ireneo, vio, orando a su vez, a la que se convertiría en su mujer, Jeanne Lattier, joven de veinte años cuyo difunto padre había sido cardador de seda.

Antoine Jaricot (1755-1834) y Jeanne Lattier (1762-1814) tuvieron siete hijos: Philéas, el penúltimo, y Pauline Marie, la menor, nacida el 22 de julio de 1799, cercanos por la edad y vivacidad de carácter, se hacen inseparables en sus juegos, disputas y proyectos. Alimentados por relatos misioneros, sueñan con ellos. Philéas decide irse a China. Su hermana quiere seguirle. El muchacho le replica: «Pobrecilla, tú no puedes, pero agarrarás un rastrillo, juntarás un montón de oro, y me lo enviarás...»».

Pauline es una niña que ama en demasía, y estaba «llena de vida», como ella misma escribirá perfectamente. Es muy miope y torpe con sus manos. Cuando, por defecto de aproximación, choca con algún objeto, lo golpea con la cólera de un justiciero. En su autobiografía, que es más bien una confesión que hay que leer como tal, Pauline se juzga severamente: «He nacido con una gran imaginación, un espíritu superficial, un carácter violento y perezoso. Me entregaba totalmente a una cosa, sin guardar un justo término medio en nada... Dios me había dado un corazón recto y fácil de inflamarse por la piedad».

Pauline tenía una voz admirable. Su padre la llamaba «mi alondra», y su madre añadía «del paraíso».

Tras una infancia feliz y mimada, dos años de internado en Fourviére, estudios elementales, una primera comunión preparada escrupulosamente, encontramos a Pauline lanzada, desde los trece años, en el pequeño mundo exclusivo de los negociantes de la seda, que se extendió a Tassin, donde su hermana mayor Sophie, la señora Perrin, tenía una hacienda, y a la ciudad de Saint-Vallier, donde su hermana Laurette se convirtió en la señora de Victor Chartron, principal industrial de la localidad dedicado a la seda.

En esta época de su vida estuvo a punto de equivocarse de camino. «Me decían que era guapa –escribió--. Hacia falta estar muerta para permanecer insensible a los halagos, a las palabras zalameras de los jóvenes que nos rodeaban». Se planea incluso un noviazgo con un «joven caballero» de Saint-Vallier. Pauline se prepara para ello. Cuando tenía menos de diecisiete años, un sermón escuchado en Saint-Nizier, su parroquia, la vuelve a poner en su verdadero camino.

Vuelve a casa y, para no recaer en «las tentaciones que pueden volver», quema «las novelas rosas y las canciones apasionadas», abandona sus joyas, «los collares y pulseras», renuncia a mirarse al espejo y decide no ponerse jamás «los vestidos de bellos tejidos», sino, por el contrario, vestirse con la mayor sencillez posible, como los proletarios de su tiempo.

Emprende la ronda de sus amigas y «anuncia claramente» a cada una que su alma «está decidida a servir al Señor...». Pauline vuelve la página de su vida con una confesión general a partir de su primera comunión. Algunos meses más tarde, sube a Fouviére, donde domina el célebre santuario mariano. Hace voto de permanecer casta de cuerpo y de corazón, pero comprende que no tiene vocación religiosa y permanecerá en su familia. Sin embargo, hay dos pasiones que la tiranizan y la seguirán toda su vida: la cólera y el orgullo. Contra ellas luchará hasta vencerlas.

Pauline comienza a visitar a los pobres, pero a su manera. Habiendo escogido el vestirse como ellos, encuentra la nota justa y no tolera que la limosna fuese hecha sin respeto cuando «nos hacían el honor de recibirla».

Su familia había vivido en la calle Tupin, que desemboca en la calle Merciére, donde se reunía lo mejor y lo peor de la sociedad. La visión cotidiana de las prostitutas, muchachas de su edad a las que la miseria había conducido a esta situación, provoca en Pauline, como ella misma dice, «una vida de continua agitación para procurarles asilo». Pauline había acudido a su cuñado de Saint-Vallier para intentar colocar a algunas de ellas en su fábrica textil. Entretanto Pauline recluta entre las obreras de su barrio a muchachas de su edad que comparten su ideal y se lanzan con ella a una vida de piedad y de acción voraz. Encuentra entre ellas a muchas completamente entregadas, «siempre dispuestas a dirigirse a todas partes donde el Señor las necesita».

Pauline, en recuerdo de los estragos espirituales causados por la Revolución y, sobre todo, de la permanente injuria hecha a Dios, las asocia bajo el nombre anticuado, pero explícito, de «Reparadoras del Corazón de Jesús ignorado y despreciado».

Las notas íntimas que redactó en 1835, bajo el título significativo de «Itinerario atractivo de la gracia», resumen las primeras etapas: «Toda la tierra me ha parecido fecundada por la presencia de ese divino Salvador en el Santísimo Sacramento. De ello ha resultado la correspondencia con mi hermano, por entonces en el seminario de Saint-Sulpice en París, para animarlo en su vocación... De esta correspondencia con mi hermano y de esta disposición personal ha llegado la Propagación de la Fe,.

 

FUNDACIÓN DE LA PROPAGACIÓN DE LA FE

Pauline y su hermano Philéas se querían mucho. Philéas, con ideales misioneros, decide ser sacerdote -¡qué alegría para Pauline!- y va a estudiar al seminario de Saint-Sulpice, en París. Por el lionés Louis Rondot, seminarista como él, pero que vive en la calle del Bac en las Misiones Extranjeras, se entera de que éstas se encuentran en una situación financiera crítica.

Rondot pide a Philéas que haga actuar a Pauline. La joven se inflama de entusiasmo. Se dirige, en primer lugar, a las reparadoras, «mi batallón sagrado -escribe-, como las llamaba mi hermano». A partir de la primavera de 1818, hallándose en Saint-Vallier, lanza, dirigiéndose a doscientas jóvenes obreras que trabajan en la fábrica de su cuñado Chartron, una iniciativa que viene de Inglaterra y de Irlanda: la monedita semanal. Pero en lugar de colocar un cepillo donde se pueda introducir esta limosna, Pauline tiene la idea de reclutar algunas personas entregadas que pasan a recoger la moneda de mano en mano.

Interviene su genio creador. Se conoce su relato, ya célebre: «Una tarde que mis padres jugaban a las cartas y que, sentada al amor de la lumbre, buscaba en Dios el auxilio, es decir, el plan deseado, me fue concedida la clara visión de ese plan, y comprendí lo fácil que para cada persona de mi intimidad sería encontrar a diez asociados que dieran una moneda cada semana para la Propagación de la Fe. Vi al mismo tiempo la oportunidad de escoger, de entre los más capaces de los asociados, a aquellos que inspiraran más confianza para recibir de diez jefes de decena la colecta de sus asociados, y la conveniencia de un jefe que reuniese las colectas de diez jefes de centena para depositar el total en un centro común... Temiendo olvidar este modo de organización, lo escribí inmediatamente y me asombré al ver su facilidad, su sencillez, de que nadie lo hubiese hallado antes que yo. Recuerdo también que, faltándome los términos, escribí decenarios para designar los jefes de decena, centenarios para nombrar a los que percibirían de los diez jefes las colectas de cien asociados, y milenarios, aquellos que, a mi parecer, recibirían por medio de diez centenarios las colectas de mil asociados».

El plan tiene éxito más allá de toda expectativa. Las obreras se comprometen las primeras. Las decenas se propagan en su entorno, las centenas se forman. En los primeros meses de 1820, Pauline Jaricot dirige ella sola esta organización, cuyos miembros alcanzan en poco tiempo el millar, mientras que las ofrendas recogidas suben cada semana: 78 francos en ese momento, luego 300, más tarde 1.800.

Se asocia con un empleado de la seda, Victor Girodon, quien, convertido en miembro de la congregación, jugará un papel tan decisivo como discreto. Sin embargo, algunos clérigos no entendieron bien las iniciativas de Pauline y le pusieron serios inconvenientes, que preocuparon mucho a la joven.

Philéas la anima. En una carta que le dirige el 15 de abril de 1822 se pueden recoger estas líneas totalmente extraordinarias, proféticas: «Continúa, igual que Girodon, propagando esta obra que Dios ha comenzado por tus manos y que es quizá el grano de mostaza que debe producir un gran árbol cuyas ramas bienhechoras cubrirán con su sombra toda la faz de la tierra.

Ahora bien, por la misma época, un obispo francés, monseñor Dubourg, misionero en Estados Unidos, envió a Lyon un emisario a una familia amiga, la señora Petit de Meurville y su hijo Didier, que era miembro de la congregación. Se trataba de activar la colecta para su diócesis de Nueva Orleáns. Naturalmente se dirige a Benoit Coste, el cristiano disponible para todo. Se le solicita insistentemente para las misiones de América, justamente en el momento en que él comienza a interesarse por las de Asia.

¿Qué hacer? Benoit Coste se encuentra «en una especie de niebla»: no tiene, por el momento, más que una finalidad: hacer la síntesis de dos solicitudes. Pauline ha comprendido bien los movimientos de su alma cuando escribe: «Apresurado por fundar una obra para América, el señor Benoit Coste comprendió sin duda, como hombre profundamente cristiano, que hubiera sido traicionar la verdad y falsear los cimientos de una obra comenzada para Asia si hubiera abandonado las primeras intenciones que él conocía tan bien. Aguantó bien y propuso que se hiciera para los dos mundos».

El emisario de monseñor Dubourg comprende rápidamente y hace suya la idea de una obra general para «los dos mundos» y, por otra parte, puesto al corriente del método de Pauline, se convierte al instante en su inspirador y se lo apropia «como si la iniciativa hubiese sido suya», «como algo de su propia cosecha», escribirá más tarde Pauline.

Victor Girodon, que está en el centro de la obra, ha resumido magníficamente la situación en una frase contrastada que escribe al presidente André Terret: «Vosotros erais la organización administrativa, nosotros éramos la organización activa».

Además, en aquellos días de mayo de 1822 no existía ninguno de los complejos que surgirán veinticinco años más tarde. Por ejemplo, el primer secretario de la Propagación de la Fe, Didier Petit, escribiendo a monseñor le Prince de Croy, gran capellán de Francia, que había aceptado presidir la asociación, no duda en decirle: «No hemos hecho más que desarrollar y regularizar una primera idea que no es nuestra».

Con limosnas recogidas por los decenarios y reunidas por los primeros jefes de mil, llamados jefes de división en el seno del consejo particular, hacen dos partes iguales: una para América de Nueva Orleáns y de Kentucky, la otra para Asia de la calle del Bac, con gran satisfacción de los directores de las Misiones Extranjeras y de monseñor Dubourg, que expresa por escrito su admiración por la sabiduría y la eficacia del «plan» (de Pauline) adoptado por esos caballeros. Ella misma, que todavía no tiene veintitrés años, permanece en la sombra y se contenta «con regentar bien su centena». Se encuentra en Saint-Vallier. Acaba de escribir, dicen, en una noche, un bello tratado titulado El Amor infinito en la divina Eucaristía, que su confesor, el abate Wurtz, publica bajo protección del anonimato y que ha sido reeditado varias veces, dada su riqueza de savia espiritual y de teología sin afectación.

El abate Wurtz toma con respecto a Pauline una decisión que, aparentemente, la aniquilará. Le ordena que se retire de la vida activa para que se dedique a lo que él cree ser una vocación contemplativa. Pauline sufre intensamente por ello, pero obedece a su confesor.

Cuando, veinte años más tarde, el consejo central de la Propagación de la Fe confía a su joven secretario, el Beato Federico Ozanam (-8 de septiembre), el encargo de presentar los orígenes de la asociación, Pauline es incluida, de forma anónima, con otros más en una pluralidad de fundadores juzgada providencial. Pauline guarda silencio, incluso cuando, creyendo realizar un gesto, le hicieron la afrenta de invitarla a apoyar esta obra de la que ella tenía conciencia de ser su fundadora y madre.

Llegó el día en el que las circunstancias impusieron a Pauline romper su silencio. El cardenal Villecourt, que la había conocido en Lyon y había seguido su acción, le hizo ver como un deber que recordara su papel irremplazable. A instancias de un amigo, el conde de Brémond d'Ars, Pauline redactó una carta en la dice tajantemente:

«Yo soy la verdadera fundadora de la obra. Yo he concebido verdaderamente el plan de la misma... Señores, a mi título de fundadora puedo, sin mentir, añadir el de nodriza de la obra.»

 

VIDA ESPIRITUAL. ROSARIO VIVIENTE

Entre las cartas que Pauline escribía a aquellas amigas que mejor la comprendían, una ursulina, la madre Saint-Laurent, se ha encontrado una, fechada el 24 de noviembre de 1855, que felizmente se ha conservado.

«Hubo un tiempo en que estuve ocupada con la caridad de detalle; y esto era necesario para mi carácter activo y amante. Algunos años después de ese trajín, de graneros, de hospital, de pequeñas pordioseras que colocar, mi confesor (el abate Wurtz), iluminado sin duda por Dios, me notificó que tenía que cesar ese menester para pensar en retirarme en las Llagas del Señor, a fin de entrar en la vía de la oración.

»Para vergüenza mía os confesaré que tuve gran dificultad para comprender cómo era posible que Jesús, que manda de manera tan formal en el Evangelio las obras de caridad, me mandase a mí que me abstuviera; pero en vano intenté argumentar, tuve que cerrar los ojos y obedecer... Dios, para mostrarme que no tenía ninguna necesidad de mí, permitió que las obras, que yo había creído perdidas, fueran realizadas mejor por personas que tenían más medios que yo para conducirlas a buen término, puesto que entonces no disponía más que de los pequeños recursos de chicas jóvenes que están bajo la autoridad de sus padres... Ese nuevo estado de vida fue como el del pobre gusano de seda que, privado de las verdes hojas, trabaja en las ramas del brezo seco para encerrarse en su tumba, y, además, Dios, por medio de los males corporales, parecía querer poner la piedra sobre esa tumba, como para asegurar la reducción de mi voluntad a la suya» (A primeros de mayo de 1822, Pauline caía enferma en Saint-Vallier).

Pauline permanece en casa, obedeciendo a su director espiritual y dedicando el tiempo que puede a su vida espiritual, con el apoyo de su hermano Philéas.

Para que la gran mayoría de cristianos aceptasen el Rosario, Pauline adoptará un medio análogo al que había logrado el éxito de la Propagación de la Fe siete años antes. En lugar de las decenas lanzará las quincenas: grupos de quince personas, comprometiéndose cada una a recitar diariamente sólo una decena del Rosario, pero a condición de meditar el «misterio» que le toca, cada mes, por sorteo.

Crea entre sus asociados la solidaridad de los misterios meditados uno tras otro. Lo explica con una persuasiva sencillez: «Mientras que el asociado que está encargado de honrar el misterio de la Encarnación solicita la virtud de la humildad para el pecador que está encomendado a su quincena, aquel a quien le ha tocado el misterio de la Agonía del Salvador pide, para ese mismo pecador, la contrición de sus faltas, otro el espíritu de penitencia... Pero para todos los miembros que han tomado parte en el trabajo, la alegría de su regreso es una alegría común. Es así como la unión de corazones, en la unión de los misterios, conserva en el Rosario toda su potencia para obtener la conversión de los pecadores».

Pauline tiene el ingenio de incitar a formar quincenas de las que cada una incluye «lo bueno, lo mediocre y a algunas otras personas que no tienen más que buena voluntad... Quince carbones, uno sólo está bien encendido, tres o cuatro lo están a medias; y los otros, nada. Acércate, ¡es una hoguera!» «He aquí el carácter mismo de vuestro Rosario Viviente», le escribe entusiasmado desde Aviñón el provincial de los jesuitas.

Esto no es todo. A esta solidaridad, a esta interdependencia en el orden místico de la oración y a esta interdependencia en la organización de los asociados, se añade una solidaridad, una interdependencia en la acción sobre un doble terreno: al Rosario Viviente, efectivamente, está unida una difusión de prensa que es también un rasgo del genio de Pauline. Cada asociado se compromete a entregar cada año una suma de cinco francos que será empleada en difundir «buenos libros, y a conseguir otros cinco asociados.

Pauline, tras haber recibido del papa Gregorio XVI una aprobación oficial por una carta cuyo despacho fue contrarrestado por oscuras razones galicanas, va a dirigir el Rosario Viviente durante quince años con la plenitud de su energía, tan pronto como se repone de su salud abatida por una vida de penitencias incontroladas.

En Lorette, Pauline reúne a varias compañeras, la más fiel de las cuales, María Dubouis (su nombre real era Francoise), le fue enviada por el Cura de Ars en circunstancias que merecen la pena ser relatadas. Era por junio de 1841. Durante diez meses, el abate Vianney no parecía preocuparse de ella. Francoise esperó hasta el día en el que le indicó que fuera a confesarse. Él era entonces célebre, y las gentes, por millares, se agolpaban esperando ser recibidas por él. Francoise llegó temerosa. La confesión duró mucho tiempo, repartida entre muchos días. Muy impresionado por la transparencia y la belleza de alma de la joven aldeana, el Cura de Ars prorrumpió en lágrimas de emoción. Viendo eso, Francoise se puso a llorar a su vez sin saber por qué, pero de alegría. Sin embargo, le quedaba en su garganta una pregunta que no supo o no se atrevió a formular: la de su futuro. Esperó todavía hasta el momento en el que el Cura de Ars le dijo: «Voy a entregaron a una madre que sabrá haceros progresar en el amor a Jesucristo...».

El 16 de abril de 1842, acompañada por dos mujeres, una de ellas muy conocida, Catherine Lassagne, Francoise Dubouis llegó a Lorette para presentarse a Pauline Jaricot con una breve carta concebida de esta manera: «Señorita Jaricot, os envío un alma que el buen Dios ha hecho, sin duda alguna, para él y para usted... La Santa Virgen la ha preservado hasta ahora todo mal, guárdela, pues, a su vez y enséñele a amar a Jesús y a María. Vianney, Cura de Ars (-4 de agosto).

Esta breve misiva dice mucho. Prueba que el Cura de Ars conocía perfectamente la personalidad espiritual de Pauline Jaricot y que la juzgaba digna y capaz de la responsabilidad que le confiaba. Francoise Dubouis, a quien Pauline dijo de entrada: Desde ahora os llamaréis María», fue todo en su vida.

En Lorette, en este año de 1842, todo atestigua que Pauline es feliz: su fortuna, la tranquilidad de su existencia, el número y la intensidad de sus relaciones, el éxito de sus multiples trabajos, todo puede hacer pensar que, habiendo llegado al colmen de la prosperidad, no tenía más que gozar del fruto de sus obras y de la fama que le habían aportado». Todo era paz, oración y gloria. El Cura de Ars, conocedor de las almas y de las vías espirituales, tenía el presentimiento de que Pauline Jaricot no estaba sino a mitad de su recorrido y que, dada su sed insaciable de reparación y de sacrificio por los pecadores, otra ver-tiente de su vida, la de la cruz, haría contrapeso a los homenajes de la celebridad. El Cura de Ars puso a su lado la incansable entrega del infatigable corazón de María Dubouis, veinticinco años más joven. Y ése fue el más bello regalo del cielo para Pauline Jaricot.

Pauline tiene treinta y cinco años. Viva, de mirada directa y benévola, con voz encantadora, esconde bajo un intenso es-fuerzo de humildad una grandísima personalidad que se podría calificar de genial, »un natural tan rebosante de vida», dice, dando con estas palabras la clave de su existencia: su entrega a Dios no era la de los débiles que buscan un apoyo, sino la de los fuertes que, desprendiéndose de sí mismos, se vinculan a su fuente. Pauline es universalmente honrada, respetada, venerada incluso. ¿Acaso no se llega hasta a murmurar a su paso: es una santa?

Su salud no es buena. Ella no hace nada por cuidarla. Creyó morir a esta edad de treinta y cinco años. Estando gravemente enferma, y burlando la vigilancia médica, fue a Roma. En Roma, se aloja con sus amigas las religiosas del Sagrado Corazón en Santa Trinitá in Monte, donde el papa Gregorio XVI le hizo el insólito honor de una visita. Viéndola en la agonía, él se encomienda a sus oraciones «tan pronto como llegue al cielo». Por su parte, Pauline le arranca la promesa de glorificar a Santa Filomena en el caso de que se cure. El papa le promete todo, seguro de no tener que llevarlo a cabo.

Curada en Mugnano (cerca de Nápoles) por su confianza en Santa Filomena, de la que llevará algunas reliquias a Lyon y al Cura de Ars, Pauline es aclamada por la multitud en el camino de vuelta a Roma.

Cardenales, obispos, grandes de este mundo, todos reconocen el genio de. esta joven, cuya seguridad material por otro lado, realmente asegurada, la mantiene lejos de las angustias de la clase obrera. Pero su corazón comparte estas angustias muy intensamente.

 

LOS OBREROS TAMBIÉN SON MISIONEROS

Apenas salida de la adolescencia, Pauline había percibido "la miseria obrera» por la parte trasera de la parroquia de Saint-Nizier, mientras que por la fachada la burguesía cándidamente ciega, llevaba su tren de vida.

A esta rara lucidez, Pauline había añadido un mérito todavía más raro. Allí donde los mejores de su medio se contentaban con ejercer la beneficencia, Pauline buscó desde el principio la integración del mundo obrero, y es precisamente entre las obreras donde ella reclutó siempre las primeras afiliadas de todas sus creaciones, comenzando por las reparadoras, las cuales eran hilanderas en las fábricas de sedas.

Sin abandonar jamás el contacto personal, se esfuerza, como ella misma dice, «por profundizar en los males que devoran a la sociedad. Pauline, tras haber denunciado «la codicia de los negociantes que se creen lo bastante fuertes como para no tener nada que temer del descontento de sus obreros», escribe a su amigo el cardenal Lambruschini, secretario de Estado del papa Gregorio XVI: «Los males que devoran a la sociedad se me aparecen como al descubierto, y algo me acucia a buscar los medios para remediarlos.

En 1844, Pauline cree haber encontrado la solución conforme a su ingenio personal, el de la solidaridad, que, progresivamente, «dando a un primer grupo de obreros los medios para regenerarse, les permitirá liberar a sus hermanos» y, como las decenas de la Propagación de la Fe y las quincenas del Rosario Viviente, regenerar el conjunto del mundo obrero.

Fue el caso de la fábrica de Rustrel, altos hornos, una comunidad de trabajo cerca de Apt en la Vaucluse. Lo que comenzó con una inmensa buena voluntad de evangelizar el mundo obrero, terminó por ser un auténtico calvario para Pauline, por mezclarse intereses económicos y ambiciones de personas en las que Pauline había confiado. Es lo que más tarde llamará el papa León XIII «la infame traición». Pauline escribe al Cura de Ars: «Estoy siempre totalmente extendida sobre la cruz. Combato con dificultad....

El crédito de Pauline es todavía tan grande, su reputación tan sólida, su santidad tan evidente que todo el mundo acude en su ayuda. El papa Pío IX escribe al Consejo de la Propagación de la Fe para que la ayude, el ilustre Newman declara que la empresa de Pauline Jaricot, «habiendo estado por encima de todo elogio, merece la ayuda de todos los católicos de la tierra. El arzobispo de Dublín dice en nombre de Irlanda: «Nuestros católicos perseguidos mendigarán por la obra de los obreros, como han tomado la costumbre de mendigar por el óbolo de la Propagación de la Fe». El futuro San Pedro Julián Eymard ofrece el precio de un campo que hace vender a su hermana. Y así sucesivamente, hasta este obispo de Manchuria que, tomando de sus escasos medios de misionero, envía su pequeña contribución.

Y, sin embargo, todo fracasa. Pero lo peor aún no había llegado.

 

EL CALVARIO Y LA CRUZ

Lo peor todavía no ha llegado. El papa Juan XXIII, a la hora de firmar el decreto proclamando la heroicidad de las virtudes de Pauline, preguntará: «¿Por qué le han hecho tanto daño?»

Pauline puede afrontar cualquier calvario. El suyo se sitúa en adelante sobre la colina de Fourviére, que tanto ama, incluida la querida capilla de Santo Tomás de Canterbury, donde cada sábado invita a los asociados del Rosario Viviente a recitar un oficio especial que ha compuesto por Inglaterra y la unidad de los cristianos. Allí también Pauline es asombrosamente la primera.

Su calvario, que con justicia se puede llamar calvario de Fourviére, va a durar diez años. Se comienza a murmurar que la señorita Jaricot oculta su juego y se enriquece con el dinero que recauda. Un mendigo, que la espía en lo alto de las 244 escaleras de la cuesta de Chazeaux que ella sube penosamente al salir de la catedral, expresa el rumor público persiguiéndola hasta la puerta de Lorette gritando: «¡Ladrona, ladrona, hipócrita!». En la burguesía, en la cual uno sabe a qué atenerse, se asiente. La hora de la oscura venganza ha llegado.

Pauline no tiene ya ni hermanos ni hermanas que la aconsejen y ayuden. En 1852, totalmente arruinada y desacreditada, fracasa en su intento de salvar la situación económica.

Poco antes de su propia muerte, el Cura de Ars le había rendido este testimonio en público, desde lo alto del púlpito: «Oh hermanos míos, conozco a alguien que tiene muchas cruces y muy pesadas, y que las lleva con un gran amor: es la señorita Jaricot».

Seis años antes de su muerte, Pauline redactó una especie de testamento. He aquí unos extractos:

«¡Mi único tesoro es la cruz! La parte que me ha tocado es excelente y mi heredad es muy preciosa para mí. Abandonándome a vos, Señor, me suscribo a mi verdadera felicidad; tomo posesión de mi único bien verdadero. ¿Qué me importa, pues, oh voluntad tan amable de mi Dios, que me quitéis los bienes terrenos, la reputación, el honor, la salud, la vida, que me hagáis descender por la humillación hasta el pozo y el abismo más profundo? ¿Qué me importa que encuentre en ese pozo no el agua, sino el barro, y que sea sumergida en él hasta por encima de la cabeza, si en este abismo puedo encontrar el fuego escondido de vuestro amor celestial y tras este descubrimiento ser lo suficientemente feliz como para ser retirada en lo alto por esta misma voluntad?

»Confieso que naturalmente tengo miedo, que me repugna el sufrimiento. Acepto vuestro cáliz. Me reconozco totalmente indigna de él, pero todavía espero de vos el auxilio, la transformación, la unión y la consumación del sacrificio para vuestra mayor gloria y la salvación de mis hermanos.»

María Dubouis, que no ha abandonado la cabecera de Pauline hasta su último suspiro, ha descrito fielmente los días de su larga enfermedad y cómo Pauline se turbó al comprender que iba a morir sin haber podido pagar sus deudas; cómo su corazón la había sacudido con grandes golpes y cómo sus pulmones la habían torturado; cómo estuvo tentada de abandono y cómo su oración se volvía sin cesar hacia Roma, donde Pío IX sufría; cómo, en las horas en que remitía el dolor, canturreaba lindas tonadillas de cánticos a las que sus compañeras encontraban las palabras. Hasta que halló la paz y la serenidad del rostro transfigurado, al amanecer del 9 de enero de 1862, con estas palabras: «¡María! ¡Oh madre mía! ¡Os pertenezco totalmente!».

Sus funerales fueron los de una pobre inscrita en el registro de indigentes, donde además de su familia y allegados, sus amigos «pobres y ricos», así como los proletarios de la seda, tejedores y tejedoras, le hicieron cortejo. El mismo día, María Dubouis escribió a los amigos de siempre, los señores Brémond, una carta redactada, en la que dice: «Desde su pobre habitación, donde le he visto derramar gruesas lágrimas, y donde le he oído repetir cada vez que aumentaban sus sufrimientos: Dios mío, perdónalos y cólmalos de bendiciones a medida que me colman de más dolores...

»Si nosotros sentimos vivamente la pérdida dolorosa cuya triste noticia acaba de darnos, debemos experimentar algún consuelo pensando que vuestra santa madre, esta víctima del Calvario, goza ahora de la bella corona que tan bien ha merecido... Estamos convencidos de que, según las palabras del cardenal Villecourt, su ilustre amigo, "la señorita Jaricot es una santa que ha de ser canonizada un día".»

El mes de octubre precedente, a continuación de la fiesta del Santo Rosario, ella había redactado, con pluma desfallecida, su última circular, cuyos primeros párrafos recogemos a continuación:

«En los días que se me escapan conduciéndome a la Eternidad, me es grato decir que mi mayor consuelo es haber estado siempre sumisa a la santa Iglesia católica, apostólica, romana, aceptando todo lo que ella enseña y rechazando sin dudar todo lo que condena. Entre los dones de la misericordia de mi Dios, la adhesión sin límite, que él ha grabado en mi alma, a la cátedra de San Pedro, es a mis ojos el más rico, el más preciado tesoro que he recibido de su munificencia. Me atrevo a esperar que, llevando al pie del terrible tribunal la bendición del Vicario de Jesucristo, allí recibiré, por los siglos eternos, la de mi Juez supremo...»

 

TESTAMENTO MISIONERO

En 1879 aparece un libro anónimo titulado Recuerdos de una amiga, con el subtítulo «La fundadora de la Propagación de la Fe y el Rosario Viviente«. Este libro es un homenaje apasionado. Su autora es Julia Maurin. El papa León XIII felicita a la autora por haber publicado sus recuerdos sobre «Pauline Marie Jaricot, piadosa virgen, cuya memoria es, con mucha razón, como bendición en la Iglesia».

Y sigue diciendo León XIII: «Es ella, efectivamente, quien organiza, tras haber concebido el plan, la bella obra de la Propagación de la Fe, inmensa colecta formada del óbolo semanal de los fieles, colmada de alabanzas por los obispos y la misma Santa Sede, la cual, habiéndose acrecentado maravillosamente, proporciona abundantes recursos a las misiones católicas. Es también a ella a quien se debe la feliz iniciativa de distribuir entre quince personas las quince decenas del Rosario. Así... ella propagó maravillosamente y rindió incesante la invocación a la Madre de Dios. También pronto cartas pontificias recomendaron y enriquecieron con numerosas indulgencias esta nueva forma de oración, que fue difundida rápidamente con el aplauso general. Entre otras tentativas para el bien, se debería también a esta piadosa virgen los comienzos de la obra que tiene como fin la regeneración de los obreros, obra en la que en nuestros días trabajan tan útilmente y con tanto celo las asociaciones católicas y a la que Pauline Jaricot había consagrado los amplios recursos de su patrimonio. Mas una traición infame viene a despojarla de toda su fortuna. Además del amargo dolor de ver perecer una obra que ella amaba tanto y todas las angustias de una extrema indigencia, este desastre acumuló sobre su cabeza las penas punzantes y crueles que le causaron los acreedores, tribunales, viajes a pie, desaires, reprobaciones, calumnias, desprecios; en una palabra, todo lo que es capaz de abatir el corazón más valiente. Dios lo permitía así, sin duda, de modo que aquella que había vivido para él y por la salvación de sus hermanos siguiera en el ocaso de sus días a Jesucristo muriendo por el pueblo que lo condenaba; y que, por su fe, su confianza, su fuerza de alma, su dulzura y la aceptación serena de todas las cruces, ella se mostró su verdadera discípula. Ciertamente, era de desear que la vida de esta virgen tan humilde, que tan digna se había hecho de la Iglesia, y que se había aplicado con tanto esmero a vivir escondida, fuera puesta por escrito por una de sus amigas que había vivido con ella en una estrecha intimidad, y pudiendo así poner en evidencia no sólo el cuadro de las virtudes y de las obras, conocidas por todos, sino además el de su bellísima alma, de su nobilísimo corazón, que tan íntimas comunicaciones le habían revelado. Por esto, no creemos engañarnos al decir que vuestra obra será útil a todos los que contemplen, leyéndola, el espectáculo de una virtud tan grande. Es esto lo que Nos deseamos, lo que Nos pedimos a Dios.

Roma, en la iglesia de San Pedro, el 13 de junio del año 1881, el cuarto de nuestro Pontificado.

León XIII, papa.»

Valiéndose de este inapreciable estímulo, Julia Maurin reincide. Publica con su firma una Vida de Pauline Jaricot en dos gruesos volúmenes más estudiados, más serenos, y, para hacerlo, va a instalarse en Lyon. No está ya sola. Además de su sobrino Ernest Jaricot, que va a remover cielo y tierra para obtener para su tía Pauline el reconocimiento de su título de fundadora de la Propagación de la Fe, un dominico lionés entra en escena. Como María Dubouis, a punto de ingresar en la Tercera Orden de Santo Domingo, ha confiado a los dominicos los archivos del Rosario Viviente y lo que resta de los escritos de Pauline, el padre Maurice Barbier llega a conocerlos. Queda deslumbrado por su contenido. Otro dominico, el padre Luc Marquet, experimenta la misma admiración. Afirmará bajo juramento: «Desde Santa Catalina de Siena no conozco nada parecido como acción en la Iglesia». Respecto al padre Maurice Barbier, éste decide consagrar su vida a recopilar escrupulosamente todo lo que puede encontrar de Pauline.

Pauline no podía escapar a la necesidad de confiarse en sí misma o más exactamente de encontrarse con Dios, Jesucristo, por lo que no duda, como tantas santas, en hablar a su divino esposo con la más adoradora humildad, antídoto victorioso de toda recuperación de sí misma. Su corazón pertenecía a Jesús. En 1889, inmediatamente después de la muerte de María Dubouis en el 30 de la calle Tramassac, el corazón de Pauline, que se hallaba allí, embalsamado, es solemnemente llevado al arzobispado y después a la iglesia de San Policarpo, donde se activa su generosa juventud. Allí descansa en la capilla de San Francisco Javier, detrás de una placa conmemorativa que reproduce las palabras del papa León XIII.

En 1910 se abre el «proceso» informativo con vistas a la beatificación de Pauline.

En 1935, el 13 de febrero, los restos de Pauline Jaricot, que reposaban en el panteón familiar en el cementerio histórico de Loyasse, son transportados a la iglesia de Saint-Nizier, y, en presencia del arzobispo de Lyon, el cardenal Maurin y de los presidentes de la Propagación de la Fe de Lyon y de París, son depositados en un panteón acondicionado a la izquierda de la capilla de Notre-Dame-de-Gráces, donde Pauline fue a rezar durante tantos años. Una lápida indica el lugar, mientras que sobre el muro de la capilla una inscripción evoca su presencia y sus obras al lado de los nombres del padre Querbes y del Beato Federico Ozanam.

En 25 de febrero de 1963, el papa Juan XXIII firma el decreto que proclama la heroicidad de las virtudes de Marie Pauline Jaricot. Por esto, es declarada «venerable».

En 1972 tiene lugar una segunda Conferencia Internacional Misionera en Lyon para celebrar el 150 aniversario de la fundación de la Obra de la Propagación de la Fe. El papa Pablo VI aprovecha la ocasión para recordar, una vez más y con una viva insistencia, el papel decisivo de Pauline Marie Jaricot y para rendir «un nuevo y legítimo homenaje a esta auténtica hija de la Iglesia tan radicalmente consagrada a la causa de las misiones lejanas, al mismo tiempo que preocupada por los problemas del mundo obrero que la rodeaba. Ella supo hacer frente, desde 1819, a una necesidad acuciante de la Iglesia y asociar a ella a todo el Pueblo de Dios: sus opiniones se revelaron perspicaces y verdaderamente proféticas. Con razón, la Obra de la Propagación de la Fe, fundada en 1822, reconoce hoy toda la parte que corresponde a la intuición, a la iniciativa y al método de esta laica lionesa. Y si, con abnegación, dejó a otros el cuidado de desarrollar esta obra, ella no fue, según sus propias palabras, nada menos que la primera cerilla que encendió el fuego. En el origen de esta llama se encontraba una profunda vida interior, totalmente disponible al amor de Dios, con un espíritu de infancia que prefiguraba el de Santa Teresa de Lisieux. Y esta generosidad mística..., le permitió encontrar y ejecutar sin tardanza los gestos concretos y valientes: ¿Quién no conoce la adopción de la monedita sacrificada cada semana por las misiones, y después esta organización genial de donantes por decenas, por centenas, por millares? Más que otros, ella debía encontrar, aceptar y superar en el amor una suma de contestaciones, fracasos, humillaciones, abandonos, que dieron a su obra la marca de la cruz y su fecundidad misteriosa... La semilla, modestamente arrojada en tierra por Pauline Marie, se convirtió en un gran árbol: la Obra de la Propagación de la Fe... En la estela de Pauline Marie Jaricot, toda la Iglesia está invitada a este compromiso concreto» (Pablo VI).

JOSÉ LUIS IRIZAR ARTIACH, pbro.