Ella sabía que su hijo cruzaba la hora más
triste y amarga
Padre Mariano de Blas L.C
Primer Misterio Doloroso. La oración de Jesús en el Huerto
Los apóstoles dormían en la hora más triste de Jesús en esta tierra. La excusa:
tenían sueño. Pero Jesús moría... Sólo un apóstol velaba: el traidor. “Era de
noche” había dicho Juan. Desde ese momento sería eternamente de noche para él.
Otra alma estaba en vela, orando con lágrimas profundas en su rostro: María. No
puedo creer que la Virgen María esa noche pudiera dormir. Le habían arrancado el
sueño. Los corazones que aman, aunque no vean, saben.
Ella sabía, por intuición maternal y sobrenatural que su hijo cruzaba la hora
más triste y amarga, Y Ella, la Virgen fiel, la Madre maravillosa, le acompañó,
lo fortaleció. Ella fue el ángel que le infundió fuerzas. Eres corredentora por
haber sostenido con tus brazos, oración y amor al Redentor en su pasión y
muerte. Esa noche no fuiste para ti, fuiste toda para Jesús moribundo. Tu
corazón, tu amor, tu oración lo mantuvo en vilo. Como cuando era un niño le
animaste a repetir aquellas palabras que Él te había enseñado desde siempre: “Tu
voluntad, Señor”. Palabras que Él se sabía muy bien, pero que en el océano de
dolor y abandono en que navegaba, era casi incapaz de balbucir.
Tú recogiste en tu corazón aquella sangre de tu Hijo. Aquella sangre que sería
inútil para muchos, Tú la transfundiste a los futuros mártires.
Tú supiste de Judas. ¡Qué dolor, qué dolor, qué dolor inútil para él! Con una
voz que hubiera amansado a la fiera más salvaje, le dijiste: “¡Judas, Él
perdona!” Y estas palabras no amansaron a aquella fiera humana, como tampoco las
palabras más amorosas y suaves que haya recibido de Dios un pecador: “Amigo, ¿a
qué has venido? ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre? Si todos llevamos en
los labios el beso de Judas, te pido me concedas, si soy una fiera humana, la
ternura que manifiesta un tigre con sus cachorros. Jamás permitas en mí la
reedición del apóstol reconocido como “el traidor”. Cualquier cosa menos eso.
Tú supiste de Pedro. ¡Qué dolor, qué dolor, qué dolor tan distinto! Cuando te
contaron de sus lágrimas, las tuyas se calmaron. Era un apóstol herido, pero
salvado. Si Jesús había rogado por Simón, seguramente Tú también rogaste por él,
porque eras la Madre de la Iglesia, y si por alguien debías rogar era por el
vicario de tu Hijo. Cuantas victorias finales habrás de lograr con apóstoles
heridos, maltratados por Satanás, cribados por él. Pero Cristo ha rogado por
ellos y Tú has intercedido también. Yo quiero ser uno de esos a quien tu
intercesión salve del abismo.
Tú supiste que lo aprehendieron y lo llevaron al Sanedrín y a Pilatos y a
Herodes... ¡Horror! y ... lo condenaron a muerte. La espada entró casi hasta la
empuñadura en tu corazón. La hora tan largamente temida, la hora que Tú trataste
de detener con tu amor, rompió el dique y arrasó con todo, te arrastró a ti por
la impetuosa corriente. Eras una herida total que aún con el roce del aire, el
vuelo de una golondrina te hacía sufrir intensamente.