Autor: Luis María
Sandoval
Fuente: arbil.org
Laicidad ¿Premisa o fruto? ¿Mínimo o ideal?
La laicidad es una noción específicamente cristiana, procedente de afirmar la coexistencia y la distinción entre un orden natural y una revelación positiva
¿Se puede esperar el
reconocimiento de una sana laicidad sin la admisión previa de un orden
diferente al político, de origen sobrenatural? ¿Creemos que de verdad se puede
evitar el choque con el laicismo remitiéndonos al derecho natural? ¿Y si no
hay coincidencia acerca de su misma existencia, contenido ni interpretación?
¿Han dejado de ser necesarios –en el orden práctico- la Revelación y el
Magisterio para generalizar, abreviar, aclarar y dirimir el conocimiento de
aquél? Y, situándonos en el ámbito del derecho natural, ¿no es la religión el
primer deber natural, entendida como deber de buscar la verdad en lo que se
refiere a Dios, abrazarla y practicarla? ¿La sana laicidad es sólo un mínimo
necesario o la meta suficiente y plena? ¿Es buen plantamiento cristiano poner
la esperanza en un sistema humano y neutral que no se remita, ni necesite, a
Cristo? ¿Cabe un cristianismo social neutral y sin Cristo? ¿Creemos sin darnos
cuenta que hay p untos medios más justos, sabios y prudentes que la doctrina
cristiana que deben bastarnos, sobre el matrimonio, por ejemplo? Y lo más
importante, ¿cabe imaginar algún otro lugar coherente para Dios en la vida
pública que no sea el de Rey, aunque hoy esté en el exilio?
Retoñar del laicismo
En España y en el mundo nos encontramos de nuevo –son
muchas en más de dos siglos- en una fase aguda de agresividad laicista, en la
que los católicos debemos defendernos socialmente de las pretensiones de un
laicismo con pretensiones totalitarias, que en realidad pretende usurpar el
trono de Dios y competir con la Iglesia como maestra de la moral.
Efectivamente, hoy, el Estado, debidamente gobernado
por el espíritu progresista -único aceptable-, al legislar hace el bien y el
mal, y luego adoctrina al respecto a la población, y en particular a la
juventud mediante asignaturas de la enseñanza obligatoria.
Frente al nuevo recrudecimiento d el laicismo, como
religión civil obligatoria, los católicos nos vemos obligados a recordar que
el laicismo se apropia del concepto de laicidad y lo pervierte. Y si el
Concilio Vaticano II afirmó que “la sociedad goza de propias leyes y valores
que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar” también estableció que eso
no quiere decir que “la realidad creada es independiente de Dios” (Gaudium et
spes § 36), y, además, “Hay que establecer el orden temporal de forma que,
observando íntegramente sus propias leyes, esté conforme con los principios
últimos de la vida cristiana...” (Apostolicam actuositatem § 8).
Laicidad, cuestión cristiana
Ahora bien, al establecer como línea de defensa frente
a la ofensiva laicista la reivindicación de la auténtica laicidad conviene
plantearse si nuestra argumentación es coherente y tiene capacidad para ser
convincente.
La laicidad es una noción específicamente cristiana,
procedente de afirmar la coexistencia y la distinción entre un orden natural y
una revelación positiva, y, paralelamente, la existencia de dos poderes, civil
y religioso, independientes entre sí.
La sana laicidad es un justo medio entre el
clericalismo y el cesaropapismo, es una cuestión en el interior de la Iglesia
acerca de la justa autonomía –tras la justa subordinación al Magisterio,
claro- de los laicos en el orden político y social. Sin embargo, frente a los
que no comparten las premisas cristianas la apelación a la laicidad carece de
sentido y de base común reconocida.
Frente a un sistema teocrático y que no reconoce
derecho natural, sino sólo leyes positivas reveladas, como es el islam, la
reivindicación de la laicidad es incomprensible.
Y para un ateísmo postcristiano no existe un orden
superior objetivo. Entonces, la religión, sin un Dios vivo realmente
existente, no es más que una proyección de subjetividades personales
–opiniones, sentimientos- que el Estado ‘respeta’ (es decir: p rocura no
zaherir en exceso) como cuestión individual más o menos generalizada, pero que
no puede admitir que interfiera, limite o vete su soberanía en la regulación
social.
Sentadas las premisas cristianas, la laicidad de la
sociedad se deriva lógicamente de ellas. Pero, sin la precedencia de la Fe y
la filosofía cristianas, la pretensión de una laicidad respetuosa y
cooperadora con la religión carece de base.
¿Y el Derecho Natural?
¿Será suficiente reivindicar la sana laicidad en
nombre del derecho natural? Del más puro derecho natural es la cuestión del
aborto y en ella encontramos una ceguera empecinada y una resistencia
recalcitrante.
El recurso al derecho natural, válido en orden de
principio, se encuentra limitado en la práctica a aquellos pocos que llegan a
salvar muchas dificultades: de capacidad intelectiva y de desorden pasional.
Por eso la guía externa de la revelación divina –en el orden de la verdad- y
de la gracia –at añente al desorden del corazón- es necesaria de modo general
para los hombres [1] .
Conviene insistir acerca del desorden de las pasiones
al respecto, porque la coincidencia en el orden natural requiere la buena
intención: coincidir en el derecho natural era más factible entre cristianos y
paganos que lo es entre cristianos y laicistas postcristianos (y
anticristianos).
Pero, incluso si se acepta la existencia de un derecho
natural, su concreción práctica es objeto de disputas. Y entre pareceres
encontrados ¿quién dirimirá? Es decir ¿qué autoridad dirimirá? Si viene a ser
el poder establecido se llega a una versión suave de estatismo: el Estado no
‘hace’ el bien y el mal, pero los discierne, que para el caso será lo mismo.
De todos modos, el recurso al derecho natural supone
aceptar una racionalidad establecida en el mundo natural, que encuentra su
justificación completa en la doctrina cristiana de la Creación. Y en un orden
ateo, de existencia por az ar, evolucionismo ciego y maleabilidad del mundo a
manos del hombre, el derecho natural no existe, y sólo podrá reaparecer tras
una conversión a Dios. Entretanto, sólo cabe el positivismo absoluto: bien y
mal dependen de la voluntad y el poder humanos.
En resumen: el recurso al derecho natural no resulta
decisivo en la práctica sin ciertas premisas ni auxilios externos.
La Iglesia, Maestra
Los cristianos, creyentes en la armonía de Fe y razón,
confiamos en el Derecho Natural, pero no nos damos cuenta que esa confianza va
acompañada por la confianza en la Iglesia como Maestra de la verdad.
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que
"Compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios
morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre
cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos
fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas" (§ 2032)
porque "l a autoridad del Magisterio se extiende también a los preceptos
específicos de la ley natural", recordar la cual a los hombres es parte
esencial de su función profética (§ 2036): "corresponde a la Iglesia recordar
estos derechos a los hombres de buena voluntad y distinguirlos de
reivindicaciones abusivas o falsas" (§ 1930).
El discernimiento último del derecho natural no
corresponde en última instancia ni al Tribunal Constitucional ni a la ONU.
Cuando la Iglesia (el Papa, los obispos) se presenta a sí misma como “experta
en humanidad” y como Maestra [2] no lo hace en virtud del número de fieles, de
su antigüedad, o de presuntas superiores cualificaciones humanas de su
jerarquía, sino sólo como transmisora de la palabra del Dios verdadero. Y
quien no quiere acogerle a Él no puede aceptarla a ella (Mt 10,40; Lc 10,16).
Por esto no debemos depositar una confianza
desproporcionada en el recurso al Derecho Natural para reclamar la sana
laicidad del Estado.
Además, a diferencia de cuestiones como la bioética,
en que la Iglesia confirma qué postura se ajusta al Derecho Natural, pero no
añade ningún precepto que no sea natural, en orden a la justa relación de la
política y la religión no sucede así.
Como dijimos, varía sustancialmente la actitud del
Estado respecto de las religiones si acepta que hay unas realidades
trascendentes a nuestra existencia o si asienta el dogma de la inmanencia
absoluta.
Pero, incluso un Estado que reconociera la existencia
de divinidades fuera de este mundo podría estar muy lejos de la laicidad
cristiana. Sin revelación sobrenatural, es opinión aceptada que correspondería
al mismo poder civil la organización del culto divino [3] . Y una pretendida
revelación, pero falsa –Mahoma-, podría establecer la teocracia.
La laicidad cristiana procede de reconocer tanto el
origen natural del Estado como la fundación sobrenatural de la Iglesia.
El fondo del Derecho Natural
Pero no debe entenderse lo anterior como una
desvalorización absoluta de la instancia del Derecho Natural, sino como un
planteamiento de la cuestión más profunda del mismo: ¿es todo el Decálogo de
derecho natural? ¿es la religión un deber natural?
La respuesta cristiana es que sí. Que la revelación
cristiana satisface y supera lo que de suyo constituye un deber natural. Y a
partir de este planteamiento sí se puede retornar a la reclamación de la
laicidad desde el derecho natural, a través de los necesarios pasos
intermedios.
A menudo los católicos actuales reclamamos que las
leyes respeten el mínimo del Derecho Natural y mostramos una humildad indebida
‑porque rebajamos lo de Dios, no lo nuestro- de no incluir en ello el Primer
Mandamiento, como si fuera opcional o una afición privada vergonzosa.
La enseñanzas del Concilio Vaticano II en la
Dignitatis Humanae parte precisamente del deber primario de los hombres de
buscar a Dios y ad orarLe: “Todos los hombres están obligados a buscar la
verdad, sobre todo en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia, y, una vez
conocida, a abrazarla y practicarla” (§ 1,2) [4] .
Y el Catecismo de la Iglesia Católica, recogiendo y
explicando la doctrina conciliar, nos dice: “El deber de rendir a Dios un
culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado.
Esa es «la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y
de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de
Cristo» (Dignitatis humanae § 1)” para remitirnos a las encíclicas Immortale
Dei de León XIII y Quas primas de Pío XI para mayor abundamiento.
Por este camino del deber natural de religión sí se
consigue transitar a la laicidad del Estado, por la vía de la búsqueda de la
religión verdadera que la enseña, es decir, por la vía de la Nueva
Evangelización, de la política también. Pero hay que tener el valor de
plantearlo y abordarlo.
< br />Consecuencia, no premisa
En realidad, la apelación a la recta laicidad del
Estado ante nuestros conciudadanos presupone que conservan, quizá
incoherentemente, ciertas premisas de la concepción cristiana del universo
(religión trascendente a este mundo, origen positivamente sobrenatural de la
Iglesia Católica). Por lo que en algún momento esa apelación puede ser
efectiva, pero nunca segura mientras perdure como filosofía subyacente el
ateísmo, el agnosticismo o el relativismo social.
Pero en cuanto a los principios no debemos llamarnos a
engaño ni confiar en lo inestable. Es el Magisterio de la Iglesia el que
enseña la justa laicidad como también la verdadera libertad religiosa. Pero si
se recusa su magisterio mal se pueden aceptar sus enseñanzas y dificilísimo
será venir a coincidir con ellas. Como con la laicidad, véase que ocurre con
la libertad religiosa a partir de presupuestos laicistas o islámicos.
Concluyendo que la laicidad es cons ecuencia de los
principios del orden cristiano y no su premisa, cabe plantear la cuestión
conexa ¿es la laicidad un mínimo necesario o la meta suficiente?
¿Un mínimo sin Cristo?
Al reclamar la laicidad del Estado los católicos
¿debemos conformarnos con un mínimo imprescindible para la supervivencia? ¿o
con ella quedaremos plenamente satisfechos, pues es todo lo que la religión
cristiana pide -y puede esperar- de la organización social?
Es cierto que en este momento tenemos que levantar la
voz en defensa de la laicidad del Estado que pretende retomar extremos
laicistas. Pero eso no es más que un mínimo. Un estado que llama matrimonio a
la sodomía estable, o que acepta como ‘legales’ más de cien mil abortos al año
–y creciendo- no se convierte en el estado que nos satisface los cristianos,
ya se considere que no satisface un mínimo de auténtica laicidad o aunque
llegue a hacerlo.
El problema es la secularización de los propios
católico s, sobre la que nos han exhortado nuestros obispos [5] . Tenemos que
acrecentar nuestra Fe y no confiar en las virtudes de un cierto ‘punto medio’.
La laicidad a que debemos aspirar no es que haya tanta libertad para abortar
como para no hacerlo. Ni a que la Comunidad de Madrid, líder española en
abortos, multiplique sus subvenciones por tres a la causa pro-vida, para que
se equiparen a sus subvenciones directas a intervenciones abortivas.
Ni siquiera se trata de alcanzar un término medio. El
punto central del debate está en si es posible un estado de cosas
satisfactorio para los cristianos, acerca de lo que sea, sin Cristo. Una
restauración de ‘valores’ sin remitirlos a Cristo. Una apelación al derecho
natural sin necesidad de confirmación por la Revelación de Cristo. En suma, un
cristianismo sin Cristo, derivado de un pelagianismo social [6] .
¿Creemos que la legislación de Cristo es la más justa,
compasiva y prudente? ¿O creemos que nosotros podemos concordar en algo
suficiente, y además menos extremista? Para responder pensemos en el divorcio:
es aquel adulterio cualificado por cometerse con la complicidad de las leyes
civiles [7] . No se puede justificar en cristiano, en nombre de comprensiones
e indulgencias, porque ya se conocía en Israel y Jesús lo condenó
expresamente. ¿Creemos que es sólo un consejo, no exigible, y menos a todos?
Entonces ¿qué tenemos que oponer al divorcio-express?
Dios en la vida pública
Para escapar a la tentación del cristianismo sin
Cristo hace falta considerar a fondo el título de nuestro congreso ¿cuál es el
lugar de Dios en la vida pública?
El lugar y papel de los cristianos es fácil de decir:
unos ciudadanos que no aceptan ser menos que los demás, ni imponen a los que
no lo son discriminación alguna. Es sencillo, pero ¿y el lugar de Dios?
--- Dios es un observador ajeno e impasible de la
política. Esa es la contestación del que no cree que Dios sea, no ya
providente, sino todavía más: amoroso y encarnado. Y también del que no acepta
que “Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios cuando viven en
sociedad que cuando viven aislados” [8] .
--- Otros quisieran que Cristo fuera uno más: hombre,
pero no Dios. De modo que tendría su voto igual al resto, y habría de ser un
demócrata leal: esperando su turno para pasar de la oposición al gobierno, el
cual debería estar dispuesto a dejar de nuevo. En realidad, querrían que fuera
un centroderechista más: que ni siquiera cuando llegara a gobernar limitara el
aborto o anulara los llamados matrimonios homosexuales. Porque los ‘avances’
progresistas deben aceptarse como irreversibles: hasta por ‘dios’.
--- Más ‘cristianamente’ se propone que Dios actúe en
la sociedad desde detrás de las bambalinas. Es el Dios inspirador, que
actuaría como un locutor de radio de gran audiencia o como el propietario de
un poderoso grupo mediático. Sólo por la comparación con esos perso najes
vemos ya la indignidad de la propuesta.
--- Cristo, en la sociedad, sólo puede tener un lugar
condigno: Rey. Claro que no un rey que figure en las monedas y en el Hola,
para que en su nombre se haga cualquier cosa y su contraria. Cristo es otro
tipo de Rey: el que funda el Reino con su sangre, y el que sirve a sus
súbditos con la verdad. Es digno de observarse como el Viernes Santo Cristo no
sólo reclama su condición de Mesías ante la autoridad religiosa de Israel,
sino que está igualmente interesado en afirmar su condición de Rey, ligada
expresamente a la verdad, ante la autoridad política romana (Jn 18,37).
Que Cristo es rey verdadero del Universo, “en
particular sobre las sociedades humanas” (Catecismo § 2105), no es una
especulación privada, sino una verdad profesada por la Iglesia mediante la
festividad anual de Cristo Rey, establecida por la encíclica Quas primas,
precisamente para insistir en que “el mundo ha sufrido y sufre este diluvio de
males po rque la inmensa mayoría de la humanidad ha rechazado a Jesucristo y
su santísima ley en la vida privada, en la vida de familia y en la vida
pública del Estado” (§ 1), en tanto que, “si los hombres reconocen pública y
privadamente la regia potestad de Cristo, necesariamente recogerá toda la
sociedad civil increíbles beneficios” (§ 9), y se establece la fiesta de
Cristo Rey como remedio del laicismo, enfermedad de nuestra época (¡lo era y
lo sigue siendo!) (§ 12), de modo que “cuanto mayor es el indigno silencio con
que se calla el dulce nombre de nuestro redentor en las conferencias
internacionales y en los Parlamentos, tanto más alta debe ser la proclamación
de ese nombre por los fieles y la energía en la afirmación y defensa de los
derechos de su real dignidad y poder” (§ 13), y para recordar “también a los
estados que el deber del culto público y de la obediencia a Cristo no se
limita a los particulares, sino que se extiende también a las autoridades
públicas y a los gobernantes” ( § 20).
El de Rey es el único lugar de Cristo en la vida
pública que es coherente con la naturaleza de las cosas. Rey que no es
totalitario ni absorbente, puesto que “No arrebata el reino temporal el que da
el reino celestial” (Víd. Quas primas § 8).
Pero que en este momento es un Rey en el exilio. No un
rey por venir, sino que ya fue reconocido durante siglos en buena parte del
mundo, como España, y fue víctima de una rebelión. Para algunos esa situación
de rey en el exilio les agrada por estética y comodidad: se dice ser fiel a la
figura ornada de atributos reales, pero se vive cotidianamente bajo la tiranía
de los usurpadores sin mayor problema, aprovechándola incluso. Por el
contrario, Pío XI, con la fiesta de Cristo Rey, quería instarnos a los
católicos a preparar y acelerar su retorno “por medio de una activa
colaboración” (Ibidem § 13).
Los precedentes de la nueva evangelización
Juan Pablo II nos convocó a una Nueva Evangelizac ión.
Sólo por ella se aceptarán las premisas que fundamentan sólidamente una
situación de sana laicidad del Estado.
Y el ser nueva implica que hubo otra (u otras)
anterior. Y esto, a su vez, permite contemplar dos aspectos: negativo (que
hubo una apostasía que la arruinó) y positivo (de qué modo la previa
evangelización triunfó, aún sin alcanzar la perfección de la santidad). Ambas
consideraciones se superponen para enseñanza nuestra.
Hasta el siglo IV, durante más de doscientos años, los
cristianos fueron perseguidos por el Imperio Romano, que era una cima de
civilización, y muy tolerante en materia religiosa.
“Sería equivocado, sin embargo, imaginar una
persecución continuada, que hubiera durado sin interrupción dos siglos y
medio. La Iglesia conoció en esta época lapsos de paz, en los que pudo
desarrollar públicamente sus actividades. Pero eran siempre períodos de
tolerancia de facto, ya que la situación legal no había variado y el
Cristianismo seg uía estando fuera de la ley” [9] .
Del mismo modo, desde hace más de doscientos años
–desde la Ilustración y la Revolución Francesa- la religión cristiana viene
siendo objeto de periodos de persecución –incruentos unos, muy cruentos otros-
alternados con periodos, incluso muy fructíferos, de paz. Pero, como cuando la
primera evangelización, la filosofía política de los estados sigue siendo la
misma: la soberanía de los parlamentos no reconoce más límites en materia de
derechos humanos que los que ellos mismos promulgan.
Por lo cual, aun cuando durante largos periodos se
mantengan dentro de la sensatez, la posibilidad de conflicto está siempre
presente, pues los cristianos nunca podemos concordar con el enunciado de la
soberanía moral del Estado, aun cuando no hagamos constar nuestra
disconformidad si no se producen nuevas aplicaciones lesivas de ese erróneo
principio.
Conclusión
La justa laicidad del Estado es consecuencia de los
pri ncipios cristianos, a veces incongruentemente supervivientes. Tampoco es
más que un mínimo respecto de las consecuencias sociales de nuestra Fe.
Y, si debemos aprovechar todas las oportunidades para
ir salvando la libertad de la Iglesia, no debemos confiar en alegatos que no
pueden ser atendidos sin una previa evangelización, ni en fundamentos
inestables.
Tanto religiosa como intelectualmente no hay recurso
que pueda sustituir el reinado Social de Nuestro Señor como salvación y meta.
Y en esa línea debe efectuarse la formación de los católicos.
Resumen
Ante el laicismo, que pretende dictar el bien y el
mal, reivindicamos la sana laicidad del Estado que aquel usurpa, sin que esa
autonomía implique independencia absoluta de Dios.
La laicidad del Estado se sostiene sobre premisas
cristianas, que actúan en hombres con esa herencia latente, pero es
incompatible en rigor con las premisas relativistas vigentes. La laicidad no
es premisa del orden cristiano, sino consecuencia de sus principios. La
apelación al derecho natural no es concluyente en la medida en que es negada
su existencia y el auxilio divino para confirmarlo.
La laicidad sólo quedará asegurada tras una nueva
evangelización de la política. Y no es sino un mínimo, considerando el lugar
que corresponde a Dios en la vida pública, lo cual es un deber natural según
el Vaticano II. Ese lugar condigno no es sino el de rey de la verdad, como nos
enseñan la fiesta de Cristo Rey y la encíclica Quas primas. Es inútil e impío
querer darnos por satisfechos con un punto medio entre Cristo y el mundo, o
pretender una restauración de valores sin El.
La nueva evangelización es iluminada por la primera:
como en los dos últimos siglos, las persecuciones cruentas no fueron
continuas, pero la incompatibilidad de fondo subsistía cuando hubo tolerancia.
Los católicos implicados en lo posible cotidiano no deben ignorar por ello
estas verdades.
Notas
[1] Por eso la Fe acude en socorro de la razón. Esta
doctrina es el comienzo mismo de la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino.
ST I, q. 1 a. 1. El Catecismo de la Iglesia Católica dedica a este asunto sus
párrafos 36 a 38 remitiéndose al Concilio Vaticano I y a una extensa cita de
la encíclica Humani Generis de Pío XII. Véase también la encíclica Fides et
ratio de Juan Pablo II.
[2] Concilio Vaticano II, Dignitatis Humanae, § 14:
“Por voluntad de Cristo, la Iglesia Católica es la maestra de la verdad, y su
misión consiste en anunciar y enseñar auténticamente la verdad, que es Cristo,
y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios de
orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana”.
[3] Así lo hace Santo Tomás de Aquino en De regimine
principum §§ 80 y 82.
[4] La idea de este ‘deber’ u ‘obligación’ subyace a
toda la Declaración Dignitatis Humanae como su fundamento, así en §§ 2,2; 3,1
[5] Teología y secularización en España. A los 40 años
de la clausura del Concilio Vaticano II. Instrucción pastoral de la LXXXVI
Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española. 30-III-2006
[6] Víd. Luis María Sandoval, “Pelagianismo político.
Tendencias pelagianas de los católicos en política” en Católicos y vida
pública. Actas del Congreso 5, 6 y 7 de noviembre de 1999 (Madrid, Biblioteca
de Autores Cristianos, 1999), págs. 305-313.
[7] El Catecismo de la Iglesia Católica le dedica un
apartado (§§ 2382-2386) en que lo califica de ofensa grave a la ley natural,
que introduce desorden en la sociedad.
[8] Punto central de la encíclica Immortale Dei de
León XIII a la que nos remite el Catecismo.
[9] José Orlandis, Historia de la Iglesia I. La
Iglesia Antigua y medieval, Madrid, Palabra, 1982, pág. 33.
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