Autor: Caesar Atuire |
Fuente: Toma la vida en tus manos
Formación de la madurez
Conócete, acéptate, supérate
No basta el deseo de ser
un cristiano maduro. Para que la opción sea verdadera, se requiere un esfuerzo
real para vivir conforme a lo que se ha determinado. Los dibujos del
arquitecto nunca serán un edificio hasta que alguien se ponga a trabajar para
construirlo.
Vivir según la voluntad de Dios implica la decisión de
formarse de acuerdo «al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud
de Cristo» (Ef 4, 13), es decir, «revestirse del Hombre Nuevo, creado según
Dios, en la justicia y santidad verdaderas» (Ef 4, 24).
Esta decisión de formarse es imprescindible. Cimentado
sobre ella el hombre puede ordenar cada hora y cada minuto de su vida hacia su
fin último. No tomar esta decisión es servir a dos señores y formarse en un
personalidad dividida y doble, en cuanto que se ha hecho una opción por Dios,
pero no se busca concretarla con hechos. Cuanto más sólida es la opción
fundamental, más sólida es la decisión d e formarse bien. Formarse no sólo en
algunos aspectos, sino en una formación integral que abarque todo el hombre en
todos los momentos de su vida.
En dicha formación es sumamente importante la
armonización e integración de los diversos aspectos de la personalidad.
Desarrollar algunas partes de la persona y despreciar otras puede dar como
resultado una personalidad excéntrica, encerrada dentro de una órbita pequeña
de la cual es difícil o imposible salir, si no peligroso. De hecho, es fácil
encontrarse tales personas en la vida: podemos pensar en aquellos que se han
dedicado tanto al trabajo intelectual que se les hace imposible tener
relaciones normales con los demás seres humanos o en los que se dedican tanto
al culto del cuerpo que acaban convirtiendo la presen-cia física en el único
criterio que guía su existencia. Para evitar estos escollos, nuestro ideal es
el desarrollo íntegro, armónico y jerárquico de todas las facultades.
Aunque ya queda dicho, es impor tante repetir que el
motivo de este esfuerzo es el amor a Cristo. No hay otro motivo. Dios nos amó
y sigue amándonos en todos los momentos de nuestra vida; por nuestra parte,
respondamos a este amor con lo mejor de nosotros mismos, tratando de realizar
con plenitud el plan del amado sobre nuestras propias vidas; no podemos
escatimar ningún sacrificio con tal de corresponder a su amor infinito.
Muy bien, hay que formarse, ¿pero a dónde acudir para
empezar a formar una personalidad madura? No hay una respuesta válida para
todos ya que cada uno se encuentra en una situación particular. Lo que vale
para un estudiante universitario no siempre valdrá para un político casado.
Pero hay unos principios fundamentales en este trabajo de formación que tienen
aplicación universal. Partimos de ellos. Podemos decir que el primer paso en
la tarea de la formación de una personalidad madura se encuentra en aquella
triada, «conócete, acéptate, supérate». Es lo mismo que preguntarse, en cual
quier proyecto de formación, después de conocer la meta: ¿Con qué medios
cuento para llegar a mi meta? (en el caso que nos ocupa el medio no es otro
que nosotros mismos). Luego, con tranquilidad y serenidad, hay que aceptar los
que se tengan, siempre con la intención de sacar lo mejor de ellos para
superarse a sí mismo.
Conócete
El que quiere formarse bien según un ideal elegido
tiene que prestar una atención cuidadosa y tenaz para conocerse a sí mismo a
fondo. La adquisición de la fisonomía de Cristo es la meta. El punto de
partida o la base de construcción es la propia personalidad sobre la cual el
Espíritu Santo edificará el hombre maduro. Esto requiere una labor seria de
examen para conocer las cualidades y defectos de esta personalidad. Conocerse
significa tener una visión integral de sí mismo que abarca todas las
facultades enfatizando sobre todo el conocimiento del propio temperamento, la
emotividad, el grado de actividad, la resonancia y cap acidad de reflexión.
¿Soy muy emotivo?
¿Me alegro o me pongo triste fácilmente?
¿Me gusta la actividad, hacer cosas, o soy más bien el
que siempre dice, «tranquilo, hay tiempo»?
¿Suelo reflexionar o muchas veces por falta de
reflexión digo cosas que no quería decir?
Éstas son preguntas que pueden ayudar a conocerse
mejor. Conocerse significa también adquirir un conocimiento de la propia
sensibilidad humana y espiritual, de la capacidad intelectual, las virtudes y
vicios morales, la rectitud de la conciencia y la reciedumbre de la voluntad.
Está claro que los temperamentos son diversos, por eso
cada uno lleva su bagaje de cualidades o defectos y de valores por descubrir.
Hay que conocerlos, no sólo a través de una reflexión serena, sino también con
la ayuda de los demás, escuchando con objetividad lo que dicen. Ciertamente
este conocimiento no se logra en un día ni en un año. Es preciso formar,
entonces, el hábito del autoanálisis y la apertura a las sugerencias y ayudas
de los demás, aunque a veces no sean muy agradables.
Acéptate
Para algunos el trabajo de introspección tiene el
peligro de conducirles a un encerramiento en sí mismos y al desánimo.
Naturalmente, hay que evitar esto. Siempre la reflexión y la introspección
revelan defectos hasta entonces desconocidos, pero también descubren
cualidades y posibilidades de superación. La actitud que se debe adoptar no
puede ser sino la de serena aceptación. Es importante recordar lo que dijimos
en el primer capítulo, nuestro ser no es una carga pesada o un castigo sino un
fruto del amor infinito y bondadoso de Dios. El temperamento que una persona
posee es un don de Dios, que bien encauzado será una fuente de riqueza. Aun
cuando este temperamento tenga muchos defectos, se debe recordar que la
redención obtenida por Cristo, la vida de gracia y la presencia del Espíritu
Santo en el alma son todos medios que Dios nos concede para nu estra
superación. A nosotros nos toca saber aprovecharlos.
Supérate
La aceptación de sí mismo, que no es resignación
derrotista ni conformismo egoísta, debe llevar al hombre a la decisión
profunda y permanente de superarse. Esto se hace tomando una actitud
responsable y conquistadora ante la vida; una disposi- ción positiva que lleva
a la persona a vivir, no según los sentimientos y las circunstancias
pasajeras, ni mucho menos según la opinión de los demás, sino de cara a Dios,
tomando los diversos momentos de la vida como lo que son: respuestas al amor
de Dios. Éste es el verdadero sentido de la responsabilidad: querer guiar la
propia vida, en todos sus detalles, según los preceptos de aquél en quien se
tiene puesta la confianza (cf. 2Tm 1, 12). Es este tipo de hombre al que se
llama coherente, sincero, leal; en una palabra, auténtico. La presencia de los
demás, no es el factor determinante de su obrar sino el amor a Dios mismo. El
hombre maduro in tegral vive todos los acontecimientos desde el punto de vista
de su fe en Dios, por eso sabe apreciar las cosas más sencillas de su vida.
Un punto importante es el que se refiere al espíritu
positivo, es decir, el objetivo del esfuerzo no es superar un defecto, sino
amar más y adquirir perfección en la virtud. De esta manera, cuando surge una
dificultad, como puede ser por ejemplo, ejercitar la paciencia en una
situación tensa, la actitud no debe ser "malum vitandum" solamente, sino "bonum
facendum": se trata de hacer el bien, no de evitar el mal solamente. Ésta es
la diferencia entre un hombre con un espíritu de conquista y un conformista.
El que ama de verdad busca ocasiones para amar. Esta actitud es muy diferente
a la del siervo que vive como prisionero de una serie de obligaciones que no
entiende ni quiere, pero las cumple.
Hasta ahora hemos hablado de la parte humana de este
trabajo. No hemos de olvidar que el trabajo de identificación con Cristo
sobrepasa completamente nuestras posibilidades humanas. Necesitamos la ayuda
de Dios. La tenemos en el Espíritu Santo que Cristo nos prometió en la última
cena (cf. Jn 14, 26).
Él, como guía y artífice, con la acción de la gracia
nos va transformando e iluminando en nuestro trabajo. En la medida en que nos
prestemos a la acción divina, nos acercaremos más a nuestro divino modelo,
Jesucristo. Seremos más maduros como cristianos cuanto más unamos nuestros
esfuerzos a la acción de la gracia.
Puesto que la conciencia es el centro de la persona y
guía de su obrar natural, esfuércense activamente por formarla recta y madura,
temerosa de Dios, abierta siempre al bien y a las inspiraciones del Espíritu
Santo, capaz de discernir lo bueno del mal y de la mentira y eviten la
insinceridad y la inautenticidad, tan contrarias al espíritu de Cristo.