Autor: Tomás Melendo/Teresa Etchepareborda
Fuente:
http://www.edufamilia.com
El perdón, clave de la persistencia del matrimonio
Perdonar constituye una manifestación cimera del obrar libre
1. Murmura, murmura… que algo queda
En realidad, el título me lo ha sugerido el comentario de un buen amigo (y
amigo muy bueno: una gran persona), que, a veces, con una sonrisa de
complicidad, cuando nos disponemos a tomar juntos una copa o pasar un rato de
charla, comenta con gracia: «¡Vamos a murmurar, que eso une mucho!»
(Lógicamente, son entonces «de las pocas ocasiones» en que nadie murmura en
absoluto).
Pero la idea que pretendo transmitir ahora es la que aparecerá en el primer
subtítulo de este apartado: que los desaires o desafectos, figurados o reales
(o «fifty-fifty», que es lo más común) arruinan el amor y el matrimonio,
cuando —en lugar de darles la salida oportuna—, se «guardan» dentro de uno o
de una, se incuban, alimentan, engrandecen, de-forman… y acaban por trans-formarse
en un peso imposible de soportar.
Por eso, la pregunta «seria» y adecuada se formularía así:
¿De veras quieres complicarlo?
Y la respuesta, también bastante seria, por las consecuencias que normalmente
acarrea, sería la siguiente: «Complicarlo-complicarlo», hasta el límite de la
ruptura, es de lo más sencillo que existe.
Para «hacerlo» es necesario… no «hacer» nada; simplemente hay que dejar de
hacer; basta, como he apuntado más de una vez, con no obsesionarse en amar y
hacer feliz al propio cónyuge… y con (no) obrar en consecuencia.
Cosa que, tal vez para sorpresa del lector desprevenido, tiene una traducción
todavía más simple:
Si de veras quieres destruir tu matrimonio (¡hay gente para todo!), basta con
que descuides —con que no cuides, con que dejes de cuidar— los detalles
«insignificantes» de la convivencia diaria.
Y eso comienza por algo tan insignificante como «dejar de» hacerle el mínimo
caso que te llevaría a conocerlo tal como es.
Comenta Gottman: «Por extraña que pueda parecer esta absoluta ignorancia, he
descu bierto que muchos matrimonios caen en la costumbre similar (si bien
menos espectacular) de no prestar atención a los detalles de la vida de su
cónyuge. Uno de los miembros de la pareja, o los dos, apenas conoce los
gustos, alegrías o miedos del compañero. Si al esposo le gusta el arte
moderno, la esposa no sabe por qué, o quién es su pintor favorito. Él no
recuerda los nombres de los amigos de ella, o quién es ese colega que ella
teme que intente desbancarla en el trabajo.»
Te aseguro que, con tan elemental procedimiento, lograrás en un tiempo
relativamente breve «los peores resultados»: hacer insufrible la vida en tu
hogar, hasta que decidas «comenzar de nuevo».
(Ese empezar de nuevo suele plantearse, por desgracia, con otra pareja. En
estas páginas voy a intentar mostrarte que si algún día alcanzaras el punto de
ruptura al que acabo de aludir —¡y al que no tienes por qué llegar!—, vale la
pena que lo intentes… con la misma persona con quien un día te casast e
enamorado o enamorada).
Si de veras quieres destruir tu matrimonio, basta con que descuides los
detalles «insignificantes» de la convivencia diaria
Para arruinar tu matrimonio
A la primera parte de la evolución, «hasta que uno u otra se hartan por no
hacer nada», alude Aparicio Rivero en los párrafos que siguen:
«… es decisivo no descuidar los detalles en el trato mutuo y no dejar la
cortesía y las buenas maneras para las visitas.»
Y prosigue:
«Hace años leí en la revista Telva un artículo de Pilar Salcedo que con gran
tino escribía sobre las relaciones entre la pareja.
Decía: “… admitimos que en nuestro tiempo, más sincero y auténtico que otros,
las fórmulas sin contenido vayan desapareciendo. Hoy las relaciones humanas
tienen un aspecto más sencillo y directo que da al trato mutuo mayor
naturalidad. Pero lo cortés no quita lo valiente. Eso que muchos llaman
naturalidad se convierte en ocasiones en verdadera grosería”.
Y desgrana una serie de detalles de los que escojo algunos: “… es una pena el
comentario malicioso oído a una anciana señora en una sala de espera: ‘no,
esos no son marido y mujer; observe con qué delicadeza se tratan’; he visto a
un dinámico caballero encender el cigarrillo de respetables damas olvidando el
de su mujer; o el marido que al llegar a casa saluda poéticamente: ‘¿está el
arroz a punto, Concha?’; o la mujer que pegada a la telenovela no se digna
despedir al marido que sale para su trabajo; he visto a una mujer desesperada
porque no aguantaba una convivencia llena de pequeñas y constantes
indelicadezas.
Ella no tenía nada en contra de su marido. Simplemente la falta de atención,
los buenos días, por favor, gracias, hasta luego escamoteados, las preguntas
sin respuesta y el sillón acaparado. No puedo soportar más este clima de
grosería cotidiana. Tan importante es para mí la fidelidad conyugal como esa
otra fidelidad que está en los detalles pequeños y que veo practicar con los
extraños, pero no entre nosotros”.
Vivir con elegancia en la intimidad no resulta fácil, pero si se descuida, hay
cosas importantes que se vienen abajo.
Es tremendo acostumbrarse a todo. Se impone una campaña de amabilidad: el
“sonría, por favor” dentro de casa. Porque no es lo cotidiano lo que mata el
amor, es la falta de amor en lo cotidiano. La descortesía conyugal es un gran
peligro para el amor entre los casados.»
Vivir con elegancia en la intimidad no resulta fácil, pero si se descuida, hay
cosas importantes que se vienen abajo
Para arruinar tu matrimonio (no me he equivocado: repito adrede)
Tal vez, como expliqué detenidamente en Mejorar día a día el matrimonio,
estemos ante el mayor peligro para la vida conyugal.
¿Recuerdas que en otro momento te comentaba que lo vivo no puede simplemente
mantenerse o conservarse, sino que es imprescindible que lo hagamos crecer?
Por eso, si no incrementas el cariño día a día, si dejas de aumentarlo y
mejorarlo, el amor que te une a tu pareja irá languideciendo hasta la muerte:
lo habrás matado.
Sin o con infidelidades de por medio. No es eso lo decisivo. Lo son, insisto,
los pequeños detalles.
Como «prueba y recordatorio», copio unas palabras que probablemente ya
conozcas:
«En la vida en común —explica Brancatisano— el infierno no es la traición, la
droga o el crimen, cosas que por lo general no aparecen de repente y que no
son muy frecuentes.
El infierno lo representa la pequeña desidia cotidiana: la pasta demasiado
cocida, los calcetines sucios tirados sobre la mesita de noche, el coche
aparcado de manera que obstruye la entrada al garaje, imponer mi orden en sus
cosas, las frasecitas sobre la suegra, la mancha que aparece en el mantel cada
vez que se sirve el vino y así sucesivamente, de menudencia en menudencia,
hasta construir una red de costumbres que, siendo naturales para uno, acaban
resultando asfixiantes para el otro.
Con el paso del tiempo el hecho de ser espontánea, actuar como me parece,
estar callada y poner mala cara cuando estoy preocupada o hablar por los codos
cuando estoy en forma, se convierte en una actitud de falta de atención al
otro. Uno acaba por no darse cuenta de cuáles son las necesidades del otro,
por no estar atento a su modo de ser; no sólo con los oídos, sino con el
corazón.
De este modo uno se va alejando del otro porque se pierde la confianza, porque
se tiene la sensación de que como el otro no entiende, no existe. Se alejan
sin ni siquiera darse cuenta, puesto que estos pequeños distanciamientos o
rupturas de la relación son a menudo involuntarios y, por supuesto, se ignora
a qué resultados conducen.
Y de tal género de situaciones surge el hecho sorprendente y dramático de la
traición o bien de la declaración de muerte de la relación: “me voy, ¡no te
aguanto más!”. Y cuando esto sucede, parece algo completamente imprevisto:
“¡Quién lo hubiera dicho, dos personas tan buenas, que se querían tanto!”.
La traición, o el nuevo amor, raramente es fruto de una pasión arrolladora e
irresistible, al menos entre quienes conservan la posesión de todas sus
facultades y no solo el instinto sexual. Se insinúa en una corriente de
simpatía entendida como la concebían los griegos: capacidad de sentir juntos
las mismas cosas. Una palabra acertada que te hace sentir comprendido. Una
mirada que alcanza a ver hasta el fondo, algo que te saca de la fría soledad a
la que te ha relegado una relación vacía de sentimiento y no sostenida por la
fortaleza.
Estamos tan sedientos de cariño y comprensión que, si nos faltan y no somos
fuertes, nos dejamos atraer por cualquiera que encienda de nuevo la esperanza
de tenerlos: como ocurre con los gatitos hambrientos, que siguen la mano que
se les tiende y la voz que murmura “¡minino, minino! ”.»
Si no incrementas el cariño día a día, si dejas de aumentarlo y mejorarlo, el
amor que te une a tu pareja irá languideciendo hasta la muerte: lo habrás
matado
Incubando la ofensa: del «sentimiento» al rencor
Desde otra perspectiva, y avanzando un poco más, el proceso puede ser descrito
casi «filológicamente».
De nuevo bastaría con hacer ver que existe una relación muy estrecha, también
gráfica y verbal, entre «sentir», «consentir», «sentirse», «resentirse»… y
romper un amor o una amistad.
O, incluso, como consecuencia de esto último, hacerse incapaz de amar y de
tener (viejos y nuevos) amores y amigos.
Y el matrimonio, de hecho, constituye un caldo de cultivo muy eficaz para
«enlazar sin solución de continuidad y sin remedio» todos esos verbos y las
acciones-pasiones que les corresponden.
Existe una relación muy estrecha entre «sentir», «consentir», «sentirse»,
«resentirse»… y romper un amor o u na amistad
Sentir
Utilizo aquí este término para referirme no a una sensación (frío, calor, la
visión de un amanecer —que algo medio cursi hay que volver a nombrar—, el
runruneo del tráfico mientras se intenta dormir, el ruido atronador del hijo o
del nieto recién nacido que no para de berrear junto a nuestra cama cuando ya
hemos decidido ni intentar conciliar el sueño…), sino a un sentimiento.
Y, en particular, a un sentimiento negativo provocado, con más o menos
consciencia e intención, por el otro cónyuge.
O, en el fondo-fondo, por nosotros mismos, en cuanto que nuestro yo interpreta
como una ofensa lo que es, todo lo más, un simple descuido o una falta de
atención (lo cual no deja de ser una «falta»… y no solo de atención).
Sentimientos de este estilo son más que frecuentes en cualquier relación entre
personas. También en el matrimonio, aunque, entonces, su número e intensidad
debería resultar muy inferior al de los opuestos: alegría, satisfacciones
compartidas, ánimo, consuelo, empuje, entretenimientos, interés, gozo…
El debería es sumamente importante, porque marca la diferencia entre los
matrimonios que pervivirán e incrementarán su amor y los que perecerán
tristemente.
Así lo explica Gottman, aplicado a un caso concreto: «La amistad aviva las
llamas de la pasión porque ofrece la mejor protección contra los sentimientos
negativos hacia la pareja. Gracias a que Nathaniel y Olivia han mantenido
fuerte su amistad a pesar de los inevitables desacuerdos e irritaciones de la
vida matrimonial, experimentan lo que se conoce técnicamente como
“preponderancia de sentimiento positivo”. Esto significa que los pensamientos
positivos que albergan el uno sobre el otro y sobre su matrimonio son tan
dominantes que imperan sobre los sentimientos negativos. Para perder su
equilibrio hace falta un conflicto mucho mas serio que en cualquier otra
pareja. Esta positividad les hace sentirse o ptimistas hacia su matrimonio y
su vida en común, y les motiva a concederse el uno al otro el beneficio de la
duda.»
En cualquier caso, los «sentimientos» negativos antes apuntados los «sentimos»
bastantes veces al día … ¡y no pasa nada!
Consentir
El problema comienza cuando consentimos en ellos. No cuando «con»-sentimos, en
la acepción de experimentarlos uno y otro (sentir junto con)… lo cual tampoco
es muy agradable.
Sino en el de concederles una importancia que no tienen en absoluto.
Y empleo adrede un término («consentir») que suele utilizarse en moral para
indicar el paso de la tentación a la caída, porque se trata justamente de eso:
de «dar el paso» que podría malograr nuestro matrimonio… hasta hacer que se
cayera.
Insisto en que no tiene por qué ocurrir.
De ordinario, si el amor conyugal ha madurado como debe, estas pretendidas
ofensas, desatenciones o pequeños desaires ni siquiera se «sien ten».
Y uno se maravilla y llena de gratitud cuando, al pedir perdón por cometer
tales torpezas, el cónyuge le manifiesta con total sinceridad que ni siquiera
las había advertido: que no hay, por consiguiente, nada que perdonar.
Pero no seamos utópicos. También puede ocurrir —y ocurre de hecho si el amor
no ha crecido lo bastante o el momento en que nos encuentra la descortesía no
es el mejor de nuestra jornada— que efectivamente «sintamos» como un trallazo
el mal que se nos hace.
No obstante, incluso en tales circunstancias, podríamos «consentir» —encajar
la ofensa y dolernos por ella—… durante unos segundos, para después, con o sin
esfuerzo, olvidarla por completo.
¡Y seguiría sin pasar nada!
De ordinario, si el amor conyugal ha madurado como debe, las pretendidas
ofensas, desatenciones o pequeños desaires ni siquiera se advierten
Sentirse
Aquí comienza el problema-problema: cuando incorporo el agravio a la propia
vida emocional y dejo (¡hago!) que arraigue y crezca y se desarrolle en ella…
como la cizaña en medio del trigo.
Por eso me gustaría darme unos segundos de respiro.
Estoy redactando estas páginas durante las vacaciones de Navidad, en Madrid,
en el despacho de mi suegro, «profanado por un ordenador portátil», cosa que
él, mientras vivía, jamás hubiera admitido en su lugar de trabajo: «¡te pido
excusas, Antonio!»
Y me vuelvo de forma casi instintiva hacia el lugar que siempre ha ocupado el
María Moliné, en busca de la palabra «sentirse». Pero ni siquiera me encuentro
con el hueco. Quien haya decidido que esos volúmenes tendrán mejor uso ahora
en su propia biblioteca —yo me he llevado otros muchos libros, no gozo del
menor derecho a protestar—, ha «retocado» la estantería de modo que no queda
ni el menor rastro de que allí falte el que fuera uno de los más preciados y
últimos regalos de Reyes de Antonio.
En cualquier caso, con María Moliné o sin él, «sentirse» expresa a las mil
maravillas el desarrollo normal (es decir, tremendamente nefasto) del sentir y
consentir «consentidos y encubados»… y, en particular, dentro del matrimonio.
«Sentirse» es un verbo muy utilizado en México y, si no me equivoco, ausente
del actual vocabulario de la península ibérica. De ahí mi intento de acudir al
Diccionario.
Y de ahí la necesidad de transcribir unas palabras de un autor mexicano,
incluidas en un libro que recomiendo vivamente: Del resentimiento al perdón,
de Francisco Ugarte Corcuera (él suele utilizar los dos apellidos; así que…).
«Hay un modo de reaccionar ante las ofensas —escribe Ugarte— que se
caracteriza ante todo por su pasividad; consiste sencillamente en retraerse o
distanciarse de quien ha cometido la agresión, en ocasiones incluso
retirándole la palabra. Los mexicanos solemos calificarlo con el verbo
sentirse, y Peñalosa lo describe con precisión y buen humor: “La sus
ceptibilidad está a flor de piel. Es tan fácil ofender al mexicano. Basta con
rozarle la ropa; darle un pequeño empujón, involuntario desde luego, en el
tumulto del autobús; quedarse viendo por un segundo a la esposa, así sea para
constatar su fealdad, porque dos segundos ya no se resistirían; saludarlo con
la cara seria, simplemente porque uno trae dolor de muelas. Al mexicano no hay
que lastimarlo ni con el pétalo de una rosa.
Porque se siente. Sentirse es verbo reflexivo que conjugamos todo el día, y
que no es fácil hallar digna explicación filológica, por la sencilla razón de
que ‘sentirse’ es verbo que registra más el alma mexicana que la gramática
española [Ahora casi me alegro de no haber tenido que buscar en el
Diccionario]. Estar sentido con alguien es lo mismo que estar dolido, triste,
enojado por algún desaire que nos hicieron. Muchas veces real y, muchas más,
aparente.
La imaginación del mexicano trabaja horas extras viendo moros con tranchete,
donde no hay moros ni tranchetes. En fuerza de su natural susceptibilidad cree
advertir aquí una mala cara, allá una mala voluntad, siempre en espera de lo
peor, temeroso a cada paso de la emboscada, con lo que él mismo se abre una
fuente de sufrimientos y pequeños odios más o menos gratuitos”.
Otras veces —retoma Ugarte— la reacción se manifiesta en simples lamentaciones
y protestas verbales, que son como un desahogo de quien está sentido, sin que
se traduzcan en acciones ulteriores».
Estar sentido con alguien es lo mismo que estar dolido, triste, enojado por
algún desaire que nos hicieron
El enclaustramiento censurante
No se trata de comentar por extenso la cita. Pero sí de señalar tres o cuatro
extremos básicos, porque constituyen la clave del proceso anti-matrimonial que
culmina en ruptura.
No des-ahogarse
Ante todo, esa actitud tan típica que está en el inicio del desastre.
A saber: acusar el golpe —algunas veces real; la mayoría, inexistente; y,
siempre, exagerado— y, en lugar de «darle salida» con buen humor y sin ironía
(es decir: no tomándonos demasiado en serio), guardar la ofensa en nuestro
interior y cerrar toda posibilidad de desahogo.
Ciertamente, el ideal de un matrimonio no consiste en poner el grito en el
cielo cada vez que nos sintamos «tocados» por el cónyuge: se trataría, más
bien, según acabo de sugerir, de que no nos «toquen» porque nuestro cariño es
tan grande que encajamos las presuntas injurias, escarnios, humillaciones,
afrentas, iniquidades (quien más tenga, más ponga)… sin advertirlos.
Ahora bien, si nos sentimos ofendidos, con razón o sin ella:
1. Lo mejor es que busquemos el modo de hacerlo saber a nuestro marido o a
nuestra mujer.
2. Lo óptimo, que al ponerlo en su conocimiento, logremos superar la prueba de
modo que ambos nos quedemos tranquilos y el hecho no siga dando la lata en
nuestro int erior, al menos hasta que vuelva a repetirse (normalmente se
repite, no nos engañemos).
3. Lo «optimísimo» sería que ni uno ni otro sufriéramos demasiado en todo el
proceso… de final feliz.
4. Y lo «superguay», que casi, casi, estemos deseando que se produzca este
tipo de altercados, porque —y ahora hablo completamente en serio— tenemos
experiencia de que, después de pasarlo más o menos mal al sacar a la luz los
trapos sucios, la respuesta de ambos es tan estupenda… que el matrimonio
prosigue su marcha con mucho mayor garbo (¡con más amor y gozo!) que antes del
incidente.
Esto último —hablo desde el fondo del alma— es no solo posible, sino que
podemos hacer que se transforme en lo normal y habitual; lo que ocurre… cuando
ocurre… lo que sí tiene que ocurrir: que nos enfademos de vez en cuando (solo
muy de vez en cuando).
¡He dicho!
Re-concomerse
Lo malo es que en la mayoría de los casos sucede lo opuesto.
Es decir: se dan, como es debido, esas pequeñeces que tanto ofenden a nuestro
ego (esto ya no es lo debido, pero sí lo habitual). Y, en vez de aprender a
actuar como acabo de sugerir —abriendo el desaguadero—, dejamos que el mal
eche raíces en nuestro interior, crezca, se alimente de otras nuevas
menudencias indebidamente engrandecidas y acabe por sofocar un amor que…
¡debería haberse acrecentado y hecho más firme gracias a esos desencuentros!
Con otras palabras, que remiten a lo expuesto en distintas ocasiones:
1. No sabemos o queremos transformar el matrimonio en la gran aventura de
nuestra vida, es decir, en la oportunidad que se nos brinda para engrandecer
nuestra capacidad de amar y, con ella, de ser más y más felices.
2. Sino que lo convertimos en la más tonta desventura… que vuelve
inevitablemente grises todos los acontecimientos de nuestra existencia.
Y empleo adrede tono y expresiones un tanto agresivos, porque la diferencia
final entre ambos casos es un abismo, mientras que lo que habría que hacer
para situarse en el primer carril en lugar de transitar el segundo, como todo
lo que es grande y trascendental para nuestras vidas… ¡está compuesto de
pequeñeces!
En definitiva, nos hace falta un poco de buen humor, definido en este caso,
tras las huellas de Meredith, como la habilidad para reírse de las cosas que
se aman —incluido uno mismo— sin dejar por ello de amarlas, sino todo lo
contrario.
Aquí sí que se ve claro el contraste entre prevenir, con esfuerzos costosos
pero ínfimos, y sin grave quebranto, o aplicar una terapia sobre todo
dificilísima de comenzar en serio y con esperanza, bastante dolorosa, con muy
probables «altimuybajos»… ¡y que puede y debe terminar bien!
Para evitar los conflictos, también los internos, resulta clave el buen humor,
es decir, la habilidad para reírse de las cosas que se aman —incluido uno
mismo— sin dejar por ello de amarlas, si no todo lo contrario
Dos corazones con freno y marcha atrás: del aborrecimiento al perdón
Puede y debe terminar bien —lo escribo con el más absoluto convencimiento—…
pero no necesariamente se inicia.
Y es que, justo lo más costoso de esa terapia —repito adrede— es decidirse de
veras, de veeeras, de veeeeeeeeras… ¡a comenzarla!
Intentemos razonar sin tremendismos, pero con los pies en el suelo:
1. Si el matrimonio deja poco a poco de funcionar, o eso es lo que les parece
a los cónyuges, probablemente está disminuyendo o ha ya decaído el amor.
2. Con un amor escaso y poco entrenamiento para hacerlo crecer cada jornada,
no es fácil tener arrestos para comenzar una andadura que por fuerza será
costosa y causará dolor.
3. Y con las desilusiones acumuladas de un cariño que no nos ha hecho felices,
porque apenas se ha cultivado, no es sencillo que el paso sea sostenido por la
esperanza… del todo imprescin dible para alcanzar la meta.
4. Ergo…
Ergo si todavía estás a tiempo, por lo que más quieras, no dejes que tu
matrimonio emboque la vía equivocada: procura que vuestro amor recíproco se
incremente y acrisole cada día o, mejor, cada minuto.
Es decir: ¡prevenid —marido y mujer— para no tener que curar!
Y si te parece que ya no estás a tiempo… es que sí estás a tiempo de dar
marcha atrás y recomenzar de nuevo con esa maravilla del amor mutuo que tiene
un nombre muy claro: perdonar.
El perdón, una realidad tan asombrosamente asombrosa, y tan eficazmente
eficaz, que me atrevo a calificarla de nuevo como el seguro de cualquier
seguro de vida para el matrimonio
(Lo que, si no yerro, se parece bastante, aunque hasta hoy no había caído en
ello, a un reaseguro)
Así lo expone Ugarte: «Aunque existen diversos recursos para superar el
resentimiento […], el remedio más profundo es el perdón. Cuando he retenido
interiorme nte la herida que una determinada ofensa me produjo, cuando esa
herida ha generado odio o rencor, la única solución verdadera está en
perdonar, para borrar la deuda que el otro contrajo conmigo y para eliminar,
aunque sea paulatinamente, el veneno que esos sentimientos negativos provocan
en mi espíritu. En la medida en que el resentimiento desaparece, se recobra la
paz y la felicidad.»
2. ¿Seguro que es… un «seguro»?
Pues sí, seguro. Y un seguro… muy seguro. Un reaseguro, según acabo de
sugerir.
Lo digo así, casi a bocajarro y medio en broma, pero después de pensarlo con
calma… y de tenerlo muy experimentado.
En la práctica diaria existe una clave suprema y casi infalible que «asegura»
el triunfo de cualquier matrimonio: la capacidad de perdonar y pedir perdón
Y esa actitud depende en buena medida de la que adoptemos ante los defectos
del propio cónyuge: aceptarlos, conforme los vayamos descubriendo, y, si no
son ofensa d e Dios, esforzarnos por comprenderlos e incluso amarlos.
Presunción de inocencia
Y es que, por más que luche por corregir esas faltas, a lo largo de la vida se
harán a menudo presentes, con las molestias que suelen llevar aparejadas y que
exigen del otro consorte una decidida e incondicionada resolución de pasarlas
por alto cuantas veces fuere necesario: como las ignoramos —más aún, las
«comprendemos» y nos producen ternura— cuando se trata de nuestros hijos
pequeños… que no son muy distintos de nuestro cónyuge, ¡especialmente del
marido!
Recuerdo lo que he explicado otras veces. Probablemente todos nos muramos con
los mismos defectos que tenemos ahora, aunque, eso sí, muy «luchados»: las
personas no solemos cambiar, en la acepción que aquí doy a este vocablo;
simplemente mejoramos… ¡que no es poco!
Por otro lado, resulta casi inevitable que cada uno consideremos nuestros
defectos —y más en la medida en que luchamos por vencerlos— c omo muy
difíciles de superar. Al contrario, los que no tenemos —y con los que no hemos
de combatir— se nos presentan como naderías sencillísimas de eliminar y, por
consiguiente, como una especie de ofensa que nos hace la persona que no los
suprime (¡porque a ella sí le cuestan!, aunque no nos lo creamos)… pudiéndolo
hacerlo (tal como a nosotros nos parece) sin ningún problema.
Volviendo al perdón, lo estimo tan relevante que cabría sostener que:
El «sí» del día de la boda resultará vano si no se encuentra reforzado y
protegido, desde entonces y a lo largo de toda la vida en común, por la firme
(casi «terca») decisión de perdonar siempre que la persona amada o bien no
advierta el agravio infligido al cónyuge o bien, al percibirlo, se muestre
sinceramente arrepentida y luche por corregirse.
Para lograrlo, resulta muy conveniente que en cada uno de los miembros del
matrimonio reine incontrastada la «presunción de inocencia» respecto al otro.
He dicho presunción… de inocencia. No se trata, por tanto, de ser una
presumida o un presumido (cosa esta última hoy cada día todavía más de moda).
Sino de reavivar el firme convencimiento de que, aunque las apariencias
pudieran dar a entender lo contrario —¡y cuántas veces llegamos tontamente a
esa conclusión!—, nuestro esposo o esposa nunca realiza nada con la intención
de «fastidiarnos» (al menos inicialmente, y mientras la convivencia no se haya
deteriorado, en buena parte por culpa de incidentes como el que estoy
exponiendo).
Si las propias disposiciones hacia el otro son las de hacerle la vida lo más
agradable posible, ¿qué nos autoriza a presumir que él o ella habría de actuar
con fines menos rectos? ¿Tan imbéciles hemos sido al elegir a la persona con
quien compartir el resto de nuestra vida?
Una cosa es el error o el descuido, fácilmente tolerables si se advierten como
tales (reitero la comparación con nuestros hijos de corta edad), y otra muy
distinta, y rarísima en un matrimonio normalmente constituido, el afán de
herir o hacer daño de manera consciente y premeditada, incluso en los momentos
de cansancio o aburrimiento o nerviosismo o en las explosiones de mal genio…
derivadas de esas circunstancias o de nuestro temperamento o (falta de)
carácter.
Reflexionar a menudo cuando la mar está en calma sobre esta verdad casi obvia
facilitará enormemente el disculpar o incluso pasar por alto —¡no
advertirlos!, como antes apunté— los roces y las tensiones originadas por el
tráfago de la existencia cotidiana.
¡Qué maravilla —también lo he recordado— cuando uno de los cónyuges pide
motivadamente excusas por una falta de delicadeza con el otro, y este o esta
afirman con toda sinceridad que no hay nada que perdonar… porque no la había
advertido!
Pienso que esas circunstancias sí que cabe asegurar que está triunfando el
amor.
El «sí» de la boda resultará vano si no se encuentra reforzado por la firme
decisión de perdonar siempre que la persona amada no advierta el agravio
infligido al cónyuge o se muestre sinceramente arrepentida y luche por
corregirse
Perdonar, olvidar... para curar
Tal vez por eso, la disposición habitual de perdonar y solicitar el perdón
constituía para San Josemaría Escrivá una de las pruebas más esencialmente
significativas del amor entre los esposos… y del mismo amor de Dios, de Quien
le admiraba, más aún que su poder creador y el prodigio de la Encarnación,
justo Su reiterado y siempre actual afán por perdonar a quienes le ofendemos
y, compungidos, volvemos al combate.
Pues bien, a ese Dios que sale a nuestro paso, se nos acerca, nos sana,
indulta y olvida, hemos de intentar asemejarnos los esposos. Teniendo en
cuenta que el resultado será siempre un incremento de nuestro amor recíproco,
porque solo en ese amor halla su fundamento la capacidad de perdonar, y de
olvidar y curar, haciendo desaparecer la afrenta y las huellas que pudiera
dejar en nosotros y en nuestro cónyuge.
A este respecto, me gusta recordar unas palabras, finas e intuitivas, y con un
toque del mejor humor, de Wenceslao Fernández Flores: «Hay tan profundo placer
en perdonar… que no es mucho precio el dolor del pecado.»
Y también estas otras, más serias y sesudas, pero no menos refrescantes, de
Étienne Gilson: «El Dios de nuestra Iglesia no es solo un juez que perdona, es
un juez que puede perdonar porque es, primero, un médico que cura»… y goza
—que Él me excuse la aparente irreverencia— de una colosal «mala memoria».
En realidad, para nosotros los humanos, perdonar y olvidar de veras incluye la
máxima eficacia alcanzable: es, en cierto modo, nuestra manera más real de
curar, lo que más se acerca a cauterizar definitivamente la herida.
De ahí la alusión un tanto cariñosa y bromista a la «mala memoria» divina que,
sin embargo, es un recurso de tremenda eficiencia, y nada metafórico, en la
vida conyugal.
En esta línea, recuerda Paul Johnson: «… los secretos de un matrimonio bien
trabajado son paciencia y perseverancia, tolerancia y dominio de sí,
estoicismo y tenacidad, resistencia, disposición a perdonar y, a falta de todo
eso, mala memoria: ¡nada menos!»
Y comenta Amadeo Aparicio: «No es fácil adquirir una buena mala memoria. El
peso de los recuerdos, la dificultad de olvidar ciertas cosas, la actitud
rencorosa que, en una discusión, saca todos los trapos a relucir, y el
apasionamiento de la polémica que lleva a decir más de lo que uno quisiera,
hacen complicado el entendimiento entre ambos. Y es imprescindible ejercitarse
en el olvido, sustituyendo los “malos recuerdos” por una voluntad decidida de
perdón.»
Resumiendo: la firme decisión de perdonar e, incluso antes, de pedir perdón,
con todo lo que lleva aparejado de comprensión y olvido, compone una de las
actitudes básicas más «rentables» de todo hogar que aspir e a cumplir su
cometido en este mundo, generando e irradiando hacia quienes lo rodean
felicidad y contento.
Lo confirma la reflexión de un santo del siglo XX en torno a las pequeñas
trifulcas que surgen en la convivencia.
En tales circunstancias —nos aconseja—, «debemos acostumbrarnos a pensar que
nunca tenemos toda la razón. Incluso se puede decir que, en asuntos de
ordinario tan opinables, mientras más seguro se está de tener toda la razón,
tanto más indudable es que no la tenemos. Discu rriendo de este modo, resulta
luego más sencillo rectificar y, si hace falta, pedir perdón, que es la mejor
manera de acabar con un enfado: así se llega a la paz y al cariño.»
Pedir perdón es la mejor manera de acabar con un enfado: así se llega a la paz
y al cariño
3. … y un seguro tremendamente eficaz
Al estilo de Dios
Pero ¿por qué perdonar y pedir perdón se muestran tan eficaces en la vida
matrimonial y mejoran de manera casi insuperable la calidad personal de los
cónyuges, purificando e incrementando su amor recíproco?
Por una razón relativamente sencilla y ya insinuada: por cuanto todo ello
asimila el afecto mutuo de los esposos al Amor infinito de Dios.
Como acabo de sugerir:
1. Otorgar un perdón sin condiciones puede considerarse como una de las
operaciones más caracterizadoras y exclusivas y portentosas del Dios
omnipotente y amorosísimo.
2. «Errar es humano, perdonar divino», aseguraba Pope.
3. Por eso perdonar de corazón, sin falsas reservas ni retrancas, olvidando
realmente la injuria y, desde este punto de vista, haciéndola desaparecer,
acerca infinitamente a Dios a quien perdona y provoca una gratitud también
casi divina en quien así se siente amado.
Muchas veces se ha comentado que el amor permite ver al ser amado con ojos
divinos.
(«Gracias quiero dar al divino / laberinto de los efectos y de las cau sas
—escribió Borges— / […] por el amor, que nos deja ver a los otros / como los
ve la divinidad, /…»)
Ahora bien, parece evidente que Dios observa a las personas con una mirada
afabilísima, que pone en primer término cuanto de bueno, de grandioso, Él está
produciendo y conservando en cada una.
No es que ignore nuestros defectos, pues nos conoce con la máxima perfección;
pero los calibra en sus justas dimensiones, más como carencias que como
entidades positivas. Y, dentro de la persona, cualquier déficit no representa
sino un detalle casi irrelevante frente a la grandeza sublime de su eminente
dignidad.
El amor de Dios se dirige, directo y eficaz, como una saeta bien orientada,
hacia el núcleo más íntimo del ser humano: y ese meollo, la médula de la
persona, es merecedor, por gratuita dádiva divina, de un amor incondicionado…
incluso cuando transitoriamente la criatura se vuelve contra su Creador.
De ahí que San Josemaría Escrivá, que vi vió con intensidad suma el amor a
Dios y a los hombres, pudiera llegar a sostener que él no necesitaba perdonar…
justamente porque Dios le había enseñado a amar sin reservas ni distingos.
Y así, de Dios, debemos aprender los cónyuges.
El núcleo más íntimo del ser humano es merecedor, por gratuita dádiva divina,
de un amor incondicionado e incondicionable
Motivos para amar… y pasar por alto la ofensa
Y es que, cuando se quiere de veras, el presunto ultraje, la descortesía o el
desinterés resultan como anegados por la abundancia de realidades positivas
que aquel a quien se estima nos ha demostrado a lo largo de toda su existencia
y nos sigue mostrando incluso en esos momentos menos conseguidos.
Y de ahí, como sugería y re-sugería, que ante un amor sincero e impetuoso, el
agravio pasa muchas veces inadvertido y no requiere ser exculpado: remedando e
invirtiendo radicalmente el sentido del no muy feliz dicho popular, c abría
sostener que «no ofende el que quiere… ni el que es querido».
La clave, como de costumbre, es el amor
Lo sostienen estas nuevas palabras de San Josemaría Escrivá, que a la par
resumen y confirman mucho de lo anteriormente expuesto:
«Cada uno de nosotros tiene su carácter, sus gustos personales, su genio —su
mal genio, a veces— y sus defectos. Cada uno tiene también cosas agradables en
su personalidad, y por eso y por muchas más razones, se le puede querer. La
convivencia es posible cuando todos tratan de corregir las propias
deficiencias y procuran pasar por encima de las faltas de los demás: es decir,
cuando hay amor, que anula y supera todo lo que falsamente podría ser motivo
de separación o de divergencia. En cambio, si se dramatizan los pequeños
contrastes y mutuamente comienzan a echarse en cara los defectos y las
equivocaciones, entonces se acaba la paz y se corre el riesgo de matar el
cariño.»
No pretendo sostener con cuanto vengo diciendo que siempre sea fácil perdonar,
precisamente porque el orgullo anida muy hondo en el centro de nuestros
corazones. Pero cuando el esfuerzo de amor continuado transforma el perdón en
actitud habitual, los efectos de crecimiento de la vida en común no podrán
nunca ponderarse en exceso: quien perdona experimenta un gozo y una paz, una
alegría… que no dudo en volver a calificar de cuasi divinas.
Y es que el cónyuge perdonado descubre en el esposo o en la esposa la imagen
fidedigna de un Dios compasivo… y le resulta muy difícil no quererlo o
quererla con toda el alma, porque por él o ella se siente infinitamente amado.
Uno y otro, al pedir disculpas y otorgarlas, se vacían de sí mismos, de sus
presuntos «derechos», y dan en consecuencia un paso de gigante hacia la
verdadera acogida y el don recíprocos.
Y así, remodelados ambos espíritus por la efusión amorosa del perdón,
inmensamente cercanos al propio Dios, se torna sencillo dispone rse al cambio
que efectivamente los introducirá más en el otro cónyuge, elevando la calidad
y el colorido de su mutua entrega y poniéndolos en condiciones de desbordarse
en beneficio de cuantos crecen y mejoran a su amparo.
Con palabras de Lukas: «… el amor nos hace extraer lo mejor de nosotros
porque, cuando actuamos por amor a algo o a alguien, emanan de nosotros unas
fuerzas formidables que, sin esa referencia amorosa, nunca hubiéramos logrado
sacar e igualmente porque, cuando somos amados, se liberan nuestras más
bellas cualidades, puesto que hay alguien al lado que se adelanta en su
contemplación hacia nosotros y piensa “desde nosotros”.»
Cuando el esfuerzo de amor continuado transforma el perdón en actitud
habitual, los efectos de crecimiento de la vida en común resultan
extraordinarios: quien perdona experimenta un gozo y una paz, una alegría y un
incremento de fuerza… que no dudo en calificar de cuasi divinas
Perdonar, máxima expresión de libertad
Para no alargarme en exceso, recojo y comento brevemente una serie de textos
de un magnífico escrito sobre el perdón, cuya autora es Jutta Burggraf.
Comenzaré por recordar que la libertad se manifiesta muy claramente cuando las
acciones que realizamos no están sometidas a la serie irremediable de
causas-efectos propia de la Naturaleza infrahumana: el perro sediento bebe por
fuerza en presencia del agua; el árbol eleva sus ramas inevitablemente en
busca del sol; el fuego quema sin remedio la madera que encuentra a su
alcance…
Por el contrario, cada uno de nosotros, con solo gozar de un mínimo de
autodominio, podemos sustraernos a esas leyes férreas, las «rompemos» y
trascendemos. En lugar de «re-accionar» a los estímulos, actuamos desde
nuestro interior, nos constituimos en inicio de esas actividades: bebemos o
comemos porque queremos (y podemos dejar de hacerlo, incluso cuando el hambre
o la sed nos acucian), decidimos permanecer expue stos al sol a pesar de que
el calor nos agobie, etcétera.
Se entiende, entonces, que perdonar constituye una manifestación cimera del
obrar libre
Con palabras de Burggraf: «El acto de perdonar es un asunto libre. Es la única
reacción que no re-actúa, según el conocido principio “ojo por ojo, diente por
diente”. El odio provoca la violencia, y la violencia justifica el odio.
Cuando perdono, pongo fin a este círculo vicioso; impido que la reacción en
cadena siga su curso. Entonces libero al otro, que ya no está sujeto al
proceso iniciado. Pero, en primer lugar, me libero a mí mismo. Estoy dispuesto
a desatarme de los enfados y rencores. No estoy “re-accionando”, de modo
automático, sino que pongo un nuevo comienzo, también en mí.»
Aunque en tono menor, lo expresa bien esta anécdota narrada por John Powell:
«Cuenta el columnista Sydney Harris que en cierta ocasión, acompañando a
comprar el periódico a un amigo suyo, este saludó con suma cortesí a al dueño
del quiosco, el cual, por su parte, le respondió con brusquedad y descortesía.
El amigo de Harris, mientras recogía el periódico que el otro había arrojado
hacia él de mala manera, sonrió y le deseó al vendedor un buen fin de semana.
Cuando los dos amigos reemprendían su paseo, el columnista preguntó:
— ¿Te trata siempre con tanta descortesía?
— Sí, por desgracia.
— ¿Y tú siempre te muestras igual de amable?
— Sí, así es.
— ¿Y por qué eres tú tan amable con él, cuando él es tan antipático contigo?
— Porque no quiero que sea él quien decida como debo actuar yo.»
Y de amor
De manera análoga, perdonar es la máxima expresión de amor:
«Perdonar es amar intensamente. El verbo latín per-donare lo expresa con
mucha claridad: el prefijo per intensifica el verbo que acompaña, donare. Es
dar abundantemente, entregarse hasta el extremo. El poeta Werner Bergengruen
ha dicho que el amor se prueba en la fidelidad, y se completa en el perdón.»
Al perdonar, confirmamos el ser de quien amamos y le permitimos crecer y
mejorar:
«Una persona solo puede vivir y desarrollarse sanamente, cuando es aceptada
tal como es, cuando alguien la quiere verdaderamente, y le dice: “Es bueno que
existas”. Hace falta no solo “estar aquí”, en la tierra, sino que hace falta
la confirmación en el ser para sentirse a gusto en el mundo, para que sea
posible adquirir una cierta autoestima y ser capaz de relacionarse con otros
en amistad. En este sentido se ha dicho que el amor continúa y perfecciona la
obra de la creación.»
Por el contrario, cuando no perdonamos impedimos —en lo que está de nuestra
parte— ese crecimiento:
«Si no perdono al otro, de alguna manera le quito el espacio para vivir y
desarrollarse sanamente. Este se aleja, en consecuencia, cada vez más de su
ideal y de su autorrealización. En otras palabras, le mato, en sentido
espiritual. Se puede matar, realmente, a una persona con palabras injustas y
duras, con pensamientos malos o, sencillamente, negando el perdón. El otro
puede ponerse entonces triste, pasivo y amargo. Kierkegaard habla de la
“desesperación de aquel que, desesperadamente, quiere ser él mismo”, y no
llega a serlo, porque los otros lo impiden.
Cuando, en cambio, concedemos el perdón, ayudamos al otro a volver a la propia
identidad, a vivir con una nueva libertad y con una felicidad más honda.»
Solo cuando perdonamos hacemos posible que la vida renazca y prosiga
Y clave de una vida conyugal fecunda y rica…
En definitiva, como vengo sugiriendo, la vida de un matrimonio se pudre en
ausencia del perdón, mientras que florece y fructifica cuando, advirtiendo y
sintiendo los errores y las injurias, el amor lleva a conceder un perdón
incondicionado.
Leamos de nuevo a Burggraf: «… perdonar no consiste, de ninguna manera, en n
o querer ver este daño, en colorearlo o disimularlo. Algunos pasan de largo
las injurias con las que les tratan sus colegas o sus cónyuges, porque
intentan eludir todo conflicto; buscan la paz a cualquier precio y pretenden
vivir continuamente en un ambiente armonioso. Parece que todo les diera lo
mismo. “No importa” si los otros no les dicen la verdad; “no importa” cuando
los utilizan como meros objetos para conseguir unos fines egoístas; “no
importan” tampoco el fraude o el adulterio. Esta actitud es peligrosa, porque
puede llevar a una completa ceguera ante los valores. La indignación e incluso
la ira son reacciones normales y hasta necesarias en ciertas situaciones.
Quien perdona, no cierra los ojos ante el mal; no niega que exista
objetivamente una injusticia. Si lo negara, no tendría nada que perdonar.
Si uno se acostumbra a callarlo todo, tal vez pueda gozar durante un tiempo de
una aparente paz; pero pagará finalmente un precio muy alto por ella, pues
renunc ia a la libertad de ser él mismo. Esconde y sepulta sus frustraciones
en lo más profundo de su corazón, detrás de una muralla gruesa, que levanta
para protegerse. Y ni siquiera se da cuenta de su falta de autenticidad. Es
normal que una injusticia nos duela y deje una herida. Si no queremos verla,
no podemos sanarla. Entonces estamos permanentemente huyendo de la propia
intimidad (es decir, de nosotros mismos); y el dolor nos carcome lenta e
irremediablemente. Algunos realizan un viaje alrededor del mundo, otros se
mudan de ciudad. Pero no pueden huir del sufrimiento. Todo dolor negado
retorna por la puerta trasera, permanece largo tiempo como una experiencia
traumática y puede ser la causa de heridas perdurables. Un dolor oculto puede
conducir, en ciertos casos, a que una persona se vuelva agria, obsesiva,
medrosa, nerviosa o insensible, o que rechace la amistad, o que tenga
pesadillas. Sin que uno lo quiera, tarde o temprano, reaparecen los
recuerdos. Al final, muchos se dan cuenta de que, tal vez, habría sido mejor,
hacer frente directa y conscientemente a la experiencia del dolor.»
«Afrontar un sufrimiento de manera adecuada es la clave para conseguir la paz
interior»
¡Y eminentemente libre!
Perdonar es necesario para nuestro propio crecimiento, e imprescindible para
la armonía del matrimonio. De ahí la necesidad de ponerlo por obra, aun cuando
de ordinario implica una buena dosis de dolores y sufrimientos variados.
«Las heridas no curadas pueden reducir enormemente nuestra libertad. Pueden
dar origen a reacciones desproporcionadas y violentas, que nos sorprenden a
nosotros mismos. Una persona herida, hiere a los demás. Y, como muchas veces
oculta su corazón detrás de una coraza, puede parecer dura, inaccesible e
intratable. En realidad, no es así. Solo necesita defenderse. Parece dura,
pero es insegura; está atormentada por malas experiencias.
Hace falta descubrir las llagas para poder l impiarlas y curarlas. Poner
orden en el propio interior, puede ser un paso para hacer posible el perdón.
Pero este paso es sumamente difícil y, en ocasiones, no conseguimos darlo.
Podemos renunciar a la venganza, pero no al dolor. Aquí se ve claramente que
el perdón, aunque está estrechamente unido a vivencias afectivas, no es un
sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se reduce a nuestro estado
psíquico. Se puede perdonar llorando.
Cuando una persona ha realizado este acto eminentemente libre, el sufrimiento
pierde ordinariamente su amargura, y puede ser que desaparezca con el
tiempo. “Las heridas se cambian en perlas,” dice Santa Hildegarda de Bingen.»
El perdón manifiesta reverencia a la persona
De ahí que, al perdonar —más que en cualquier otro acto de amor, porque
constituye su encarnación suprema— proporcionamos al ser querido nuevo vigor
para seguir adelante.
«El perdón comienza cuando, gracias a una fuerza nueva , una persona rechaza
todo tipo de venganza. […]
El secreto consiste en no identificar al agresor con su obra. Todo ser humano
es más grande que su culpa. Un ejemplo elocuente nos lo da Albert Camus, que
se dirige en una carta pública a los nazis y habla de los crímenes cometidos
en Francia: “Y a pesar de ustedes, les seguiré llamando hombres... Nos
esforzamos en respetar en ustedes lo que ustedes no respetaban en los demás”.
Cada persona está por encima de sus peores errores. […]
Al perdonar, decimos a alguien: “No, tú no eres así. ¡Sé quién eres! En
realidad eres mucho mejor.” Queremos todo el bien posible para el otro, su
pleno desarrollo, su dicha profunda, y nos esforzamos por quererlo desde el
fondo del corazón, con gran sinceridad.»
Al perdonar, decimos a alguien: «No, tú no eres así. ¡Sé quién eres! En
realidad eres mucho mejor.»
Es, por tanto, incondicional y gratuito
Y de ahí que no haya necesidad de «motivos co mplementarios» para perdonar al
otro: su misma persona basta. Por eso conforma el clima más favorable para el
despliegue de cualquier matrimonio: ese «bajar la guardia» al que tantas veces
he aludido, con el convencimiento de que mi cónyuge me ama no por lo que hago,
tengo o anhelo…, sino porque sí, porque «le da la gana» amarme, y a ello se ha
comprometido en el momento de la boda, a la vez que —con ese mismo acto— se
hacía capaz de llevarlo a cabo:
«El perdón trata de vencer el mal con la abundancia del bien. Es por
naturaleza incondicional, ya que es un don gratuito del amor, un don siempre
inmerecido. Esto significa que el que perdona no exige nada a su agresor, ni
siquiera que le duela lo que ha hecho. Antes, mucho antes que el agresor,
busca la reconciliación, el que ama ya le ha perdonado.
El arrepentimiento del otro no es una condición necesaria para el perdón,
aunque sí es conveniente. Es, ciertamente, mucho más fácil perdonar cuando el
otro pide pe rdón. Pero a veces hace falta comprender que en los que obran mal
hay bloqueos, que les impiden admitir su culpabilidad.»
En el matrimonio, es siempre recíproco
También en las demás circunstancias de la vida, porque todos cometemos errores
y necesitamos que nos perdonen:
«El perdón es un acto de fuerza interior, pero no de voluntad de poder. Es
humilde y respetuoso con el otro. No quiere dominar o humillarle. Para que
sea verdadero y “puro”, la víctima debe evitar hasta la menor señal de una
“superioridad moral” que, en principio, no existe; al menos no somos nosotros
los que podemos ni debemos juzgar acerca de lo que se esconde en el corazón
de los otros. […] Debemos perdonar como pecadores que somos, no como justos,
por lo que el perdón es más para compartir que para conceder.
Todos necesitamos el perdón, porque todos hacemos daño a los demás, aunque
algunas veces quizá no nos demos cuenta. Necesitamos el perdón para deshacer
los nudos del pasado y comenzar de nuevo. Es importante que cada uno
reconozca la propia flaqueza, los propios fallos —que, a lo mejor, han
llevado al otro a un comportamiento desviado—, y no dude en pedir, a su vez,
perdón al otro.»
El perdón es más para compartir que para conceder
Y fuente de nueva vida
Parece obvio, por tanto, que el perdón impide que el matrimonio se estanque o
se deshaga, o que permanezca solo en apariencia, mientras los dos cónyuges,
endurecidos para evitar el sufrimiento, llevan existencias paralelas (soledad
de dos en compañía, como muy bien se ha dicho). Y constituye, por estos y
otros motivos, un seguro de vida para la pareja.
A su manera, lo explica Burggraf:
«Frente a las heridas que podamos recibir en el trato con los demás, es
posible reaccionar de formas diferentes. Podemos pegar a los que nos han
pegado, o hablar mal de los que han hablado mal de nosotros. Es una pena
gastar las energía s en enfados, recelos, rencores, o desesperación; y quizá
es más triste aún cuando una persona se endurece para no sufrir más.»
Y remata:
«Solo en el perdón brota nueva vida.»
Con lo que podemos volver al tono festivo
Lo positivo... del otro (¡que sí que lo tiene, hombre!)
Concluyo, entonces, con palabras de Ugo Borghello:
«Narra una fábula que el demonio merodeaba por los barrios con el fin de
dividir y arruinar a las familias. Se introducía en los hogares bajo la
apariencia de un peregrino cansado y, mientras lo atendían, se las ingeniaba
para hacer a la mujer caer en la cuenta de que el marido la trataba como a una
esclava, mientras él permanecía tranquilamente sentado, charlando con el
huésped, o cosas por el estilo. Y así proseguía insidiando, hasta que lograba
hacer estallar una rabiosa discusión.
Pero un día entró en una casa donde todos sus intentos fracasaron. Fue él
entonces quien se enf adó y, desesperado, exclamó: “¿Pero vosotros no discutís
nunca?”. “No, porque desde el primer día hicimos un pacto: cada cual deberá
fijarse solo en los propios defectos y en los méritos o cualidades del
cónyuge”. Basta reflexionar un poco sobre la anécdota para advertir que quien
se comporta de este modo lleva todas las de ganar.»
1. La verdad ilustrada por este apólogo la expresó con elegancia Galileo: «Los
beneficios deben escribirse en bronce, y las injurias en el aire»
2. Con suma hondura, Joubert: «La indulgencia es una parte de la justicia»
3. Y, con términos más técnicos, Gottman, un especialista americano:
«Lo que hace que un matrimonio funcione es muy sencillo.
Las parejas felizmente casadas no son más listas, más ricas o más astutas
psicológicamente que otras.
Pero en sus vidas cotidianas han adquirido una dinámica que impide que sus
pensamientos y sentimientos negativos (que existen en todas las parejas) a
hoguen los positivos.
Es lo que llamo un matrimonio emocionalmente inteligente».
Y es lo que yo denomino «descubrir la belleza de la vida bien vivida» o,
también, saber aprovechar, disfrutar lo más posible y remansar las alegrías
del matrimonio, de modo que, con el caudal así adquirido y conservado,
suavicemos —o incluso ahoguemos— los inevitables sinsabores (¡y sin exagerar…
que no es para tanto… y ya termino de darte la lata!)