Autor: José María
Iraburu, sacerdote
Fuente: Reforma o apostasía
El demonio
Hoy no creen en el demonio muchos cristianos sobre todo los más ilustrados, pero sí, ahí está y hace daño.
–Me lo temía, me lo veía venir. Y más de uno… Mejor no
digo nada.
–Yo también me lo temía, me veía venir su comentario.
Lo que me sorprende gratamente es su prudente decisión de no decir nada.
Comienzo a sospechar que va usted mejorando.
Hoy no creen en el demonio muchos cristianos,
sobre todo entre los más ilustrados. Actualmente, la existencia y la
acción del demonio en la vida de los hombres y de las sociedades es silenciada
sistemáticamente por aquellos sacerdotes que han perdido la fe en esta
realidad central del Evangelio. O que tienen la fe tan débil, que ya no da de
sí para confesarla en la predicación y la catequesis. Hemos de reconocer, sin
embargo, que esta deficiencia en la fe es muy grave, ya que falsifica el
Evangelio y toda la vida cristiana.
En todo caso, esto es lo que hay: aleccionados por la
Manga de Sabiazos omnidocente de los últimos decenios,algunos afirman que
Satán y los demonios solo serían en la Escritura personificaciones míticas del
pecado y del mal del mundo; de tal modo que «en la fe en el diablo nos
enfrentamos con algo profundamente pagano y anticristiano» (H. Haag, El
diablo, Barcelona, Herder 1978, 423). Están perdidos. Pablo VI, por el
contrario, afirma que «se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y
eclesiástica quien se niega a reconocer la existencia [del demonio]; o bien la
explica como una pseudo-realidad, una personificación conceptual y fantástica
de las causas desconocidas de nuestras desgracias» (15-XI-1972).
–algunos piensan que la enseñanza de Cristo sobre
los demonios dependería de la creencia de sus contemporáneos. Absurdo.
Jesús, «el que bajó del cielo» (Jn 6,38), siempre vivió libre del mundo.
Siempre pensó, habló y actuó con absoluta libertad respecto al mundo judío de
su tiempo, como se comprueba en su modo de tratar a pecadores y publicanos, de
observar el sábado, de hablar a solas con una mujer pecadora y samariatana, y
en tantas otras ocasiones.
Por lo demás, en tiempos de Jesús, unos judíos creían
en los demonios y otros no (Hch 23,8). De modo que cuando le acusan de
«expulsar los demonios» de los hombres «con el poder del demonio», si él no
reconociera la existencia de los demonios, su respuesta hubiera sido muy
simple: «¿de qué me acusan? Los demonios no existen». Por el contrario, Jesús
reconoce la existencia de los demonios y la realidad de los endemoniados, y
asegura que la eficacia irresistible de sus exorcismos es un signo cierto de
que el poder del Reino de Dios ha entrado con él en el mundo (Mt 12,22-30; Mc
3,22-30).
–algunos, de ciertas representaciones del diablo
que estiman ingenuas o ridículas, deducen que la fe en Satanás corresponde a
un estadio religioso primitivo o infantil, del que debe ser liberado el
pueblo cristiano. Pero, por el contrario, cuando los hagiógrafos representan
al diablo en la Biblia como serpiente, dragón o bestia, nunca confunden el
signo con la realidad significada, ni tampoco se confunden sus lectores
creyentes, que para entender el lenguaje simbólico no son tan analfabetos como
lo es el hombre moderno. En todo caso, ese analfabetismo habrá que tenerlo hoy
en cuenta en la predicación y en la catequesis.
–y otros piensan que son tan horribles «las
consecuencias de la fe en el diablo», que bastan para descalificar tal fe:
brujería, satanismo, prácticas mágicas, sacrilegios (Haag 323-425). Pero
precisamente la Escritura misma, las leyes de Israel y de la Iglesia, han sido
siempre las más eficaces para denunciar y vencer todas esas aberraciones. Y
negar o ignorar al demonio lleva a consecuencias iguales o peores.
Pero salgamos de la oscuridad de las nieblas emanadas
por esos sabiazos, y abramos las mentes a la luz de la Revelación bíblica,
haciéndonos discípulos de Dios.
En el Antiguo Testamento el demonio, aunque
en forma imprecisa todavía, es conocido y denunciado: es la Serpiente que
engaña y seduce a Adán y Eva (Gén 3); es Satán (en hebreo, adversario,
acusador), es el enemigo del hombre, es «el espíritu de mentira» que levanta
falsos profetas (1Re 22,21-23).
El demonio es el gran ángel caído que, no pudiendo
nada contra Dios, embiste contra la creación visible, y contra su jefe, el
hombre, buscando que toda criatura se rebele contra el Señor del cielo y de la
tierra. La historia humana fue ayer y es hoy el eco de aquella inmensa
«batalla en el cielo», cuando Miguel con sus ángeles venció al Demonio y a los
suyos (Ap 12,7-9). Todo mal, todo pecado, tiene en este mundo raíz diabólica,
pues por la «envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan
los que le pertenecen» (Sab 2,24).
En el Nuevo Testamento, Cristo se manifiesta como
el vencedor del demonio. El Evangelio relata en el comienzo mismo de la
vida pública de Jesús que «fue llevado por el Espíritu al desierto para ser
tentado por el diablo» (Mt 4,1-11). La misión pública de Cristo en el mundo
tiene, pues, en ese terrible encontronazo con el diablo su principio, y en él
se revela claramente cuál es su fin: llegada la plenitud de los tiempos, «el
Hijo de Dios se manifestó para destruir las obras del diablo» (1 Jn 3,8).
Satanás, príncipe de un reino tenebroso,
formado por muchos ángeles malos (Mt 24,41; Lc 11,18) y por muchos hombres
pecadores (Ef 2,2), tiene un poder inmenso: «el mundo entero está puesto bajo
el Maligno» (1 Jn 5,19).
Efectivamente, el «Príncipe de los demonios» (Mt 9,34)
es el «Príncipe de este mundo» (Jn 12,31), más aún, el «dios de este mundo» (2
Cor 4,4), y forma un reino contrapuesto al reino de Dios (Mt 12,26; Hch
26,18). Los pecadores son sus súbditos, pues «quien comete pecado ése es del
Diablo» (1Jn 3,8; cf. Rm 6,16; 2 Pe 2,19).
Consciente de este poder, Satanás en el desierto le
muestra a Jesús con arrogancia «todos los reinos y la gloria de ellos», y le
tienta sin rodeos: «todo esto te daré si postrándote me adoras». Satanás, en
efecto, puede «dar el mundo» a quien –por soberbia y pecado, mentira, lujuria
y riqueza– le adore: lo vemos cada día.
Tres asaltos hace contra Jesús, y en los tres intenta
llevar a Cristo a un mesianismo temporal, ofreciéndole una liberación de la
humanidad «sin efusión de sangre» (Heb 9,22). Y esa misma tentación habrán de
sufrir después, a través de los siglos, sus discípulos. Por eso Cristo quiso
revelar en su evangelio las tentaciones del diablo que Él mismo sufrió
realmente, para librarnos a nosotros de ellas.
En el desierto, desde el principio, quedó claro que el
Príncipe de este mundo no tiene ningún poder sobre él (Jn 14,30), porque en él
no hay pecado (8,46). Es Jesús quien impera sobre el diablo con poder
irresistible: «apártate, Satanás». Lo echa fuera como a un perro.
Tras el combate en el desierto, «agotada toda
tentación, el Diablo se retiró de él temporalmente» (Lc 4,13). Solo por un
tiempo. Vuelve a atacar con todas sus infernales fuerzas a Jesús cuando éste
se aproxima al final de su ministerio. En la Cena, «Satanás entró en Judas»
(22,3; Jn 13,27). Y el Señor es consciente de su acción: «viene el Príncipe de
este mundo, que en mí no tiene poder alguno» (14,30). Por eso en Getsemaní
dice: «ésta es vuestra hora, cuando mandan las tinieblas» (Lc 22,53). La
victoria de la cruz está próxima: «ahora es el juicio del mundo, ahora el
Príncipe de este mundo será arrojado fuera. Y yo, cuando sea levantado de la
tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,31-32; cf. 16,11).
Cristo es un exorcista potentísimo. En los
Evangelios, una y otra vez, Jesús se manifiesta como predicador del Reino,
como taumaturgo, sanador de enfermos sobre todo, y como exorcista. No conoce a
Cristo quien no lo reconoce como exorcista. Y quien no cree en Jesús como
exorcista no cree en el Evangelio. Consta que los relatos evangélicos de la
expulsión de demonios pertenecen al fondo más antiguo de la tradición
sinóptica (Mc 1,25; 5,8; 7,29; 9,25). Y como ya vimos, el mismo Cristo
entiende que su fuerza de exorcista es signo claro de que el Reino de Dios ha
entrado con él en el mundo (Mt 12,28). Cito los exorcismos principales (sin
dar la referencia de sus lugares paralelos).
Ya en el mismo inicio de su ministerio público,
Cristo, en la sinagoga de Cafarnaún, libera con violencia a un endemoniado:
«¡cállate y sal de él!». La impresión que su poder espiritual causa es enorme:
«su fama se extendió por toda Galilea» (Mc 1,21-28). Es sin duda exorcismo la
liberación del epiléptico endemoniado (Mt 17,14-18). Cristo realiza a
distancia el exorcismo de la niña cananea (Mt 15,21-28). Particularmente
violento es el exorcismo del endemoniado de Gerasa (Mc 5,1-20). También se
refiere con detalle el exorcismo del endemoniado mudo, o ciego y mudo (Lc
11,14; Mt 12,22). De María Magdalena había echado Jesús siete demonios (Lc
8,2).
Los Evangelios testifican reiteradas veces que la
expulsión de demonios era una parte habitual del ministerio de Cristo,
claramente diferenciado de la sanación de enfermos. «Al anochecer, le llevaban
todos los enfermos y endemoniados, y toda la ciudad se agolpaba a la puerta.
Jesús sanó a muchos pacientes de diversas enfermedades y expulsó a muchos
demonios» (Mc 1,32; cf. Lc 13,32). Las curaciones, sin apenas diálogo, las
realiza Jesús con suavidad y gestos compasivos, como tomar de la mano; los
exorcismos en cambio suelen ser con diálogo, y siempre violentos, duros,
imperativos. Una aproximación histórica a la figura de Jesús que venga a
asimilar los exorcismos a las sanaciones se habrá realizado seguramente sin
dar crédito a los Evangelios.
También los Apóstoles son exorcistas, ya que
Cristo, al enviarlos, les comunica para ello un poder especial: «les dió poder
sobre todos los demonios y para curar enfermedades» (Lc 9,1). Jesús profetiza:
«en mi nombre expulsarán los demonios, hablarán lenguas nuevas, pondrán sus
manos sobre los enfermos y los curarán» (Mc 16,17-18). Y los Apóstoles, fieles
al mandato del Señor, ejercitaron frecuentemente los exorcismos, como lo había
hecho Cristo. Por ejemplo, San Pablo: «Dios hacía milagros extraordinarios por
medio de Pablo, hasta el punto de que con solo aplicar a los enfermos los
pañuelos o cualquier otra prenda de Pablo, se curaban las enfermedades y
salían los espíritus malignos» (Hch 19,11-12).
Reforma o apostasía. Seguiré con el tema, Dios
mediante; pero antes de terminar quiero recordar una vez más que la reforma de
la Iglesia requiere principalmente una meta-noia, un cambio de mente,
un paso de la ignorancia, del error, de la herejía, a la luz de la verdad de
Cristo. Aquellas verdades de la fe que hoy sean ignoradas o negadas, han de
ser reafirmadas cuanto antes. De otro modo seguirá creciendo la apostasía.
Hace unos decenios, cuando más ruidosamente se
difundían herejías sobre el demonio –ahora ya se han arraigado calladamente en
no pocas Iglesia locales–, Pablo VI reafirmó la fe católica, haciendo notar
que hoy, con desconcertante frecuencia, aquí y allá, «encontramos el pecado,
que es perversión de la libertad humana, y causa profunda de la muerte, y que
es además ocasión y efecto de una intervención en nosotros y en el mundo de un
agente oscuro y enemigo, el demonio.
El mal no es sólamente una deficiencia, es una
eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y perversor. Terrible
realidad. Misteriosa y pavorosa… Y se trata no de un solo demonio, sino de
muchos, como diversos pasajes evangélicos nos lo indican: todo un mundo
misterioso, revuelto por un drama desgraciadísimo, del que conocemos muy poco»
(15-XI-1972).
–O sea que vamos a tener que creer en el demonio y en
su acción…
–Ciertamente. Al menos, si quiere usted ser cristiano,
ha de creerlo. Es enseñanza de Cristo y de su Iglesia.
Los libros de espiritualidad cristiana que ignoran
al demonio son un fraude. La vida espiritual del cristiano lleva consigo
una lucha permanente contra el demonio. Ya sabemos que la vida cristiana es
ante todo y principalmente amor a Dios y al prójimo; ésta es su substancia.
Pero no puede ir adelante esa vida sin vencer a los tres enemigos, demonio,
mundo y carne, y especialmente al demonio. La ascesis cristiana no es como una
ascesis estoica, por ejemplo, es decir, una lucha de la persona contra sus
propias debilidades y desviaciones, no. San Pablo lo dice bien claramente:
«no es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los espíritus
del mal» (Ef 6,12).
Se ha dicho con razón que en nuestro tiempo la
mayor victoria del demonio es haber conseguido que no se crea en su
existencia. La mejor manera de hacerle el juego al diablo es precisamente
ésta, ignorarlo, silenciar su existencia y su acción, o incluso negarlas. ¡Qué
más puede desear el enemigo que pasar inadvertido, poder actuar sin que sus
víctimas conozcan siquiera su existencia y su acción!
Por eso un tratado de espiritualidad que, al describir
la vida cristiana y su combate, ignora la lucha contra el demonio, es un
engaño, un fraude. No puede considerarse en modo alguno un libro de
espiritualidad católica, pues se aleja excesivamente de la Biblia y de la
tradición. Si van ustedes a una librería y compran un manual militar de
guerra, y descubren después al leerlo que omite hablar –o sólamente lo hace en
una nota a pie de página– de la aviación enemiga, hoy sin duda el arma más
peligrosa de una guerra, es probable que regresen a la librería para devolver
el libro y reclamar su importe: se trata de un fraude. Un manual semejante no
vale para nada; más aún, es un engaño perjudicial.
Hagan lo mismo si les venden un manual de
espiritualidad que ignora al demonio. Por lo demás, si el autor de ese libro
de espiritualidad no cree en la acción del demonio, es un hereje. Pero si la
conoce y no se atreve a afirmarla, entonces es un oportunista o un cobarde. Y
no merece la pena leer libros de espiritualidad escritos por herejes,
oportunistas o cobardes.
Giovanni Papini decía que «los ángeles sonríen, los
hombres ríen y los diablos se carcajean». Pues bien, el diablo se carcajea de
esos libros, como también de los cursos y cursillos ofrecidos en algunos
centros de espiritualidad, parroquias y conventos: eneagrama, meditación
transcendental, reiki, técnicas de autorrealización, yoga, energía positiva,
rebirthing, dinámicas personales y grupales de autoayuda, etc. Todas esas
técnicas que prometen iluminación, paz interior, potenciación liberadora de
las facultades personales, son puras macanas del neopaganismo. Mucho más
consigue el cristiano –y a un precio más económico, por cierto– con las tres
Avemarías, el escapulario del Carmen, una buena novena a San José, y no
digamos con la Misa diaria, el rosario o el agua bendita. Los autores de esos
libros y de esos cursillos no tienen la menor idea del combate espiritual del
hombre, no saben de qué va: desconocen que nuestra lucha es fundamentalmente
contra unos demonios que ellos ignoran o niegan.
La doctrina de los Padres sobre el demonio
es clara y frecuente ya desde el principio. En la historia de la Iglesia
fueron los monjes, especialmente Evagrio Póntico y Casiano, los que elaboraron
más tempranamente la teología sobre el demonio y la espiritualidad precisa
para defenderse de él y vencerlo. Los demonios son ángeles caídos, que atacan
a los hombres en sus niveles más vulnerables –cuerpo, sentidos, fantasía–,
pero que nada pueden sobre el hombre si éste, asistido por la gracia de
Cristo, no les da el consentimiento culpable de su voluntad. Para su asedio se
sirven sobre todo de los logismoi –pensamientos falsos, pasiones, impulsos
desordenados y persistentes–.
El Demonio sabe tentar con mucha sutileza, como se vio
en el jardín del Edén, presentando el lado aparentemente bueno de lo malo, o
incluso citando textos bíblicos, como hizo en el desierto contra Cristo. El
cristiano debe resistir con «la armadura de Dios» que describe el Apóstol (Ef
6,11-18), y muy especialmente con la Palabra divina, la oración y el ayuno,
que fueron las armas con que Cristo resistió y venció en las tentaciones del
desierto. Pero debe resistir sobre todo apoyándose en Jesucristo y sus
legiones de ángeles (Mt 26,53).
Como dice San Jerónimo, «Jesús mismo, nuestro jefe,
tiene una espada, y avanza siempre delante de nosotros, y vence a los
adversarios. El es nuestro jefe: luchando él, vencemos nosotros».
El Magisterio de la Iglesia afirma en sus
Concilios que Dios es creador de todos los seres «visibles e invisibles» (Nicea
I, 325); que los demonios, por tanto, son criaturas de Dios, y que por eso es
inadmisible un dualismo que vea en Dios el principio del bien y en el Diablo
«el principio y la sustancia del mal» (Braga I, 561). El concilio IV de Letrán
(1215) enseña –es, pues, doctrina de fe– que «el diablo y los demás demonios,
por Dios ciertamente fueron creados buenos por naturaleza; mas ellos por sí
mismos se hicieron malos».
Es ésta la doctrina de Santo Tomás (STh I,50ss,
especialmente 63-64), del concilio Vaticano II (LG 48d; +35a; GS 13ab; 37b; SC
6; AG 3a), del Catecismo de la Iglesia, en el que se nos advierte que cuando
pedimos en el Padre nuestro la liberación del mal, «el mal no es una
abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que
se opone a Dios. El “diablo” [dia-bolos] es aquel que “se atraviesa” en el
designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo» (2851, cf.
391-395).
La liturgia de la Iglesia incluye la «renuncia a
Satanás» en el Bautismo de los niños, y dispone exorcismos en el Ritual para
la iniciación cristiana de los adultos. El pueblo cristiano renueva cada año
su renuncia a Satanás en la Vigilia Pascual. Y en las Horas litúrgicas,
especialmente en Completas, la Iglesia nos ayuda diariamente a recordar que la
vida cristiana es también lucha contra el demonio: «Tu nos ab hoste libera», «insidiantes
reprime»; «visita, Señor, esta habitación, aleja de ella las insidias del
enemigo» (or. domingo). Las lecturas breves de martes y miércoles de esa Hora
nos exhortan a resistir al diablo, que nos ronda como león rugiente (1 Pe
5,8-9), y a no caer en el pecado, para no dar lugar al diablo (Ef 4,26-27).
El demonio es el Tentador que inclina a los hombres
al pecado. De los tres enemigos del hombre, demonio, mundo y carne
(cf. Mt 13,18-23; Ef 2,1-3), el más peligroso es sin duda el demonio, con ser
tan peligrosos los otros dos. «Sus tentaciones y astucias, dice San Juan de la
Cruz, son más fuertes y duras de vencer y más dificultosas de entender que las
del mundo y carne» (Cautelas 3,9). Los tres actúan atacan al hombre aliados,
pero cuando el cristiano ha vencido ya en buena parte mundo y carne, el
demonio se ve obligado a atacar directamente.
Por eso se dice que el demonio ataca a los buenos
–viene descrita su acción en todas las «vidas de santos»–, y tienta a lo
bueno, pues «entre las muchas astucias que el demonio usa para engañar a los
espirituales, la más ordinaria es engañarlos bajo especie de bien, y no bajo
especie de mal, porque sabe que el mal conocido apenas lo tomarán» (Cautelas
10).
Tentará, por ejemplo, a un monje a dejar su vida
contemplativa y marchar a las misiones.
Conocemos bien las estrategias y tácticas del
demonio en su guerra contra los hombres, pues ya la misma Escritura nos
las revela. Siendo el Padre de la mentira (Jn 8,44), para seducir a los
hombres usa siempre de la astucia, la mentira, el engaño (Gén 3; 2 Cor 2,11).
Lobo con piel de oveja (Mt 7,15), reviste las mejores apariencias, y hasta
llega a disfrazarse como ángel de luz (2 Cor 11,14). Por medio de sus mentiras
extravía a las naciones y a la tierra entera (Ap 12,9; 20). Siendo el Príncipe
de las tinieblas, se opone continuamente a Cristo, que es la Verdad y la Luz
del mundo. El que sigue al diablo, anda en tinieblas y se pierde en una muerte
eterna; el que sigue a Cristo tiene luz de vida, de vida eterna
bienaventurada.
El demonio infunde, p. ej., en personas espirituales
ciertas convicciones falsas («me voy a condenar»), ideas obsesivas, que no
parecen tener su origen en temperamento, educación o ideas personales… y que
siendo falsas, atormentan, paralizan, desvían malamente la vida de una persona
o de una comunidad. El demonio ataca a los fieles muy especialmente a través
de las doctrinas falsas difundidas por católicos dentro de la misma Iglesia
católica. «Cuando él habla la mentira, habla de lo suyo propio, porque él es
mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44). Todo en él es engaño, mentira,
falsedad; por eso en la vida espiritual –¿qué va a hacer, si no?– intenta
engañar y falsificar todo.
Es, pues, muy importante en la vida espiritual tener
una fe viva y alerta sobre el demonio y sus insidias, y llevar la luz de
Cristo a los fondos oscuros del alma, donde actúan las tentaciones del
Maligno. Decía Santa Teresa: «tengo yo tanta experiencia de que es cosa del
demonio que, como ya ve que le entiendo, no me atormenta tantas veces como
solía» (Vida 30,9).
El demonio ataca a todos los cristianos, pero,
lógicamente, sobre todo a los apóstoles. El demonio ataca a todos los
discípulos de Cristo y, como león rugiente, ronda buscando a quién devorar
(1Pe 5,8); pero persigue muy especialmente a todos aquellos que se atreven,
como Cristo, a «dar testimonio de la verdad en el mundo» (Jn 18,37). Sabe bien
que ellos son sus enemigos más poderosos, los más capaces de neutralizar sus
engaños con la luz evangélica, de disminuir o eliminar su poder sobre los
hombres. Ataca, pues, sobre todo a los confesores de la fe: «¡Simón, Simón!,
mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como a trigo» (Lc 22,31-32).
Cuenta una vez San Pablo: «pretendimos ir… pero Satanás nos lo impidió» (1Tes
2,18; cf. Hch 5,3; 2Cor 12,7).
Por eso los Apóstoles están siempre alertas, «para no
ser atrapados por los engaños de Satanás, ya que no ignoramos sus propósitos»
(2Cor 2,11).
Apocalipsis, victoria próxima y total de Cristo
sobre el demonio. Ciertamente, la Iglesia lleva en esta lucha contra el
demonio todas las de ganar, porque «el Príncipe de este mundo ya está
condenado» (Jn 16,11). «El Dios de la paz aplastará pronto a Satanás bajo
vuestros pies» (Rm 16,20). Es éste justamente el tema fundamental que San Juan
desarrolla en el Apocalipsis. «Vengo pronto; mantén con firmeza lo que tienes,
para que nadie te arrebate tu corona» (3,12). «Vengo pronto, y traigo mi
recompensa conmigo, para pagar a cada uno según sus obras» (22,12). «Sí, vengo
pronto» (22,20).
Muchos cristianos hoy lo ignoran –es una pena–, pero
el demonio lo sabe perfectamente. Y por eso en «los últimos tiempos»
acrecienta más y más sus ataques contra la Iglesia y contra el mundo. «El
diablo ha bajado a vosotros con gran furor, pues sabe que le queda poco
tiempo» (12,12).
Medios ordinarios de lucha espiritual contra el demonio.
–¿Y con qué autoridad dice usted esto? ¿Es usted
profeta? –No soy.
–¿Es hijo de profeta? –Tampoco soy, aunque por ahí
vamos más cerca.
–¿Y por qué habla entonces, si no es profeta ni hijo
de profeta?
–Por la escasez de profetas verdaderos y la
vocinglería de los falsos profetas. En cuanto aparezcan los profetas
verdaderos, yo me callo. En cuanto cesen de engañar al pueblo los falsos
profetas, también me callo. Por lo menos, así lo espero (P. Leonardo
Castellani).
El demonio vence al hombre cuando éste se fía de
sus propias fuerzas, y a ellas se limita. Pensemos, por ejemplo, en un
cristiano que deja la oración, la santa Misa, el sacramento de la
penitencia. Y esto sucede, observa Pablo VI, porque al ataque de los
demonios «hoy se le presta poca atención. Se teme volver a caer en viejas
teorías maniqueas o en terribles divagaciones fantásticas y supersticiosas.
Hoy prefieren algunos mostrarse valientes y libres de prejuicios, y tomar
actitudes positivas» (15-11-1972). Por esa vía se trivializa el mal del
hombre y del mundo, y se trivializan los medios para vencerlos: van a la
guerra atómica armados de un tirachinas. Pero ya se comprende que la
decisión de eliminar ideológicamente un enemigo, que persiste obstinadamente
real, sólo consigue hacerlo más peligroso.
Los medios ordinarios de lucha espiritual contra
el demonio están enseñados ya por Dios en la Escritura, y en seguida
fueron codificados por los maestros espirituales cristianos. Menciono
brevemente los principales:
–la armadura de Dios que han de revestir los
cristianos viene descrita por San Pablo: «confortáos en el Señor y en la
fuerza de su poder; vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis
resistir ante las asechanzas del diablo» (Ef 6,10-18). Esa armadura incluye
en primer lugar la espada de la Palabra divina. También la oración: «orad
para que no cedáis en la tentación» (Lc 22,40), pues cierta especie de
demonios «no puede ser expulsada por ningún medio si no es por la oración» (Mc
9,29). Y especialmente la evitación del pecado: «no pequéis, no deis entrada
al diablo» (Ef 4,26-27). «Sometéos a Dios y resistid al diablo, y huirá de
vosotros» (Sant 4,7). Pablo VI: «¿qué defensa, qué remedio oponer a la
acción del demonio? Podemos decir: todo lo que nos defiende del pecado nos
defiende por ello mismo del enemigo invisible» (15-11-1972).
–la verdad es el arma fundamental cristiana para
vencer al demonio. Nada neutraliza y anula tanto el poder del diablo
sobre el mundo como la afirmación bien clara de la verdad. Juan Pablo II
enseña que «los que eran esclavos del pecado, porque se encontraban bajo el
influjo del padre de la mentira, son liberados mediante la participación de
la Verdad, que es Cristo, y en la libertad del Hijo de Dios ellos mismos
alcanzan “la libertad de los hijos de Dios” (Rm 8,21)» (3-8-1988).
La fidelidad a la doctrina y disciplina de la
Iglesia, en este sentido, es necesaria para librarse del demonio. Decía
Santa Teresa: «tengo por muy cierto que el demonio no engañará –no lo
permitirá Dios– al alma que de ninguna cosa se fía de sí y está fortalecida
en la fe». A esta alma «como tiene ya hecho asiento fuerte en estas
verdades, no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar –aunque viese
abiertos los cielos– un punto de lo que tiene la Iglesia» (Vida 25,12). Por
el contrario, aquel maestro y doctor «católico» que «enseña cosas diferentes
y no se atiene a las palabras saludables, las de nuestro Señor Jesucristo y
a la doctrina que es conforme a la piedad» (1Tim 6,3), ése le hace el juego
al diablo, cae personalmente y hace caer a otros bajo su influjo. El máximo
empeño del diablo es precisamente falsificar el cristianismo.
–los sacramentales de la Iglesia, el agua
bendita, las oraciones de bendición, el signo de la cruz, los exorcismos, en
los casos más graves, son ayudas preciosas. Como un niño que en el
peligro corre a refugiarse en su madre, así el cristiano asediado por el
diablo tiende, bajo la acción del Espíritu Santo, a buscar el auxilio de la
Madre Iglesia. Y los sacramentales son precisamente, como dice el Vaticano
II, auxilios «de carácter espiritual obtenidos por la intercesión de la
Iglesia» (SC 60). Santa Teresa conoció bien la fuerza del agua bendita ante
los demonios: «no hay cosa con que huyan más para no volver; de la cruz
también huyen, mas vuelven. Debe ser grande la virtud del agua bendita; para
mí es particular y muy conocida consolación que siente mi alma cuando la
tomo». Y añade algo muy propio de ella: «considero yo qué gran cosa es todo
lo que está ordenado por la Iglesia» (Vida 31,4; cf. 31,1-11).
–no tener miedo al demonio, pues el Señor nos
mandó: «no se turbe vuestro corazón, ni tengáis miedo» (Jn 14,27).
Cristo venció al Demonio y lo sujetó. Ahora es como una fiera encadenada,
que no puede dañar al cristiano si éste no se le acerca, poniéndose en
ocasión próxima de pecado. El poder tentador de los demonios está
completamente sujeto a la providencia del Señor, que lo emplea para nuestro
bien como castigo medicinal (1Cor 5,5; 1Tim 1,20) y como prueba purificadora
(2Cor 12,7-10).
Los cristianos somos en Cristo reyes, y
participamos del Señorío de Jesucristo sobre toda criatura, también sobre
los demonios. En este sentido escribía Santa Teresa: «si este Señor es
poderoso, como veo que lo es y sé que lo es y que son sus esclavos los
demonios –y de esto no hay que dudar, pues es de fe–, siendo yo sierva de
este Señor y Rey ¿qué mal me pueden ellos hacer a mí?, ¿por qué no he de
tener yo fortaleza para combatir contra todo el infierno? Tomaba una cruz en
la mano y parecía darme Dios ánimo, que yo me veía otra en un breve tiempo,
que no temiera meterme con ellos a brazos, que me parecía que con aquella
cruz fácilmente los venciera a todos. Y así dije: “venid ahora todos, que
siendo sierva del Señor quiero yo ver qué me podéis hacer”». Y en esta
actitud desafiante, concluye: «No hay duda de que me parecía que me tenían
miedo, porque yo quedé sosegada y tan sin temor de todos ellos que se me
quitaron todos los miedos que solía tener hasta hoy; porque, aunque algunas
veces les veía, no les he tenido más casi miedo, antes me parecía que ellos
me lo tenían a mí. Me quedó un señorío contra ellos, bien dado por el Señor
de todos, que no se me da más de ellos que de moscas. Me parecen tan
cobardes que, en viendo que los tienen en poco, no les queda fuerza» (Vida
25,20-21).
El diablo ataca al hombre en ciertos casos con
una fuerza persistente muy especial. Ese ataque se da
–en el asedio, también llamado obsesión, el
demonio actúa sobre el hombre desde fuera. Se dice interno cuando afecta
a las potencias espirituales, sobre todo a las inferiores: violentas
inclinaciones malas, repugnancias insuperables, angustias, pulsiones
suicidas, etc. Y externo cuando afecta a cualquiera de los sentidos
externos, induciendo impresiones, a veces sumamente engañosas, en vista,
oído, olfato, gusto, tacto.
–en la posesión el demonio entra en la víctima y
la mueve despóticamente desde dentro. Pero adviértase que aunque el
diablo haya invadido el cuerpo de un hombre, y obre en él como en propiedad
suya, no puede influir en la persona como principio intrínseco de sus
acciones y movimientos, sino por un dominio violento, que es ajeno a la
sustancia del acto. La posesión diabólica afecta al cuerpo, pero el alma no
es invadida, conserva la libertad y, si se mantiene unida a Dios, puede
estar en gracia durante la misma posesión (cf. Juan Pablo II, 13-8-1986).
El medio apropiado de lucha espiritual contra el
demonio, en estos casos extremos, son los exorcismos. . Como ya vimos,
fueron ejercitados con frecuencia por Cristo Salvador, y él envió a los
Apóstoles como exorcistas, con especiales poderes espirituales para expulsar
a los demonios. Los exorcismos deben, pues, ser aplicados a aquellos hombres
que son especialmente atacados por el diablo. Así lo enseña el Catecismo de
la Iglesia:
«Cuando la Iglesia pide públicamente y con
autoridad, en nombre de Jesucristo, que una persona o un objeto sea
protegido contra las asechanzas del Maligno y sustraído a su dominio, se
habla de exorcismo. Jesús lo practicó, de Él tiene la Iglesia el poder y el
oficio de exorcizar (cf. Mc 3,15; 6,7.13; 16,17). En forma simple, el
exorcismo tiene lugar en la celebración del Bautismo. El exorcismo solemne
llamado “el gran exorcismo” sólo puede ser practicado por un sacerdote y con
el permiso del obispo. En estos casos es preciso proceder con prudencia,
observando estrictamente las reglas establecidas por la Iglesia. El
exorcismo intenta expulsar a los demonios o liberar del dominio demoníaco
gracias a la autoridad espiritual que Jesus ha confiado a su Iglesia. Muy
distinto es el caso de las enfermedades, sobre todo psíquicas, cuyo cuidado
pertenece a la ciencia médica. Por tanto, es importante asegurarse, antes de
celebrar el exorcismo, de que se trata de una presencia del Maligno y no de
una enfermedad» (1673).
Aumentan hoy los asedios y posesiones del diablo.
Ya advertía Juan Pablo II que «las impresionantes palabras del Apóstol
Juan, “el mundo entero está bajo el Maligno” (1Jn 5,19) aluden a la
presencia de Satanás en la historia de la humanidad, una presencia que se
hace más fuerte a medida que el hombre y la sociedad se alejan de Dios»
(13-8-1886; cf. 20-8). Donde el cristianismo disminuye, crece el poder
efectivo del diablo entre los hombres. Muchos de los pocos hombres de
Iglesia que hoy se ocupan en esta gravísima cuestión afirman siempre que la
acción diabólica está creciendo notablemente en los últimos decenios.
Espiritismo, adivinación, esoterismo, tabla ouija, cultos satánicos,
santería, macumba, ritos Nueva Era, espectáculos perversos, idolatría de las
riquezas, promiscuidad sexual, drogas, son puertas abiertas para la entrada
del diablo.
Describen y analizan el acrecentamiento del poder
diabólico en el mundo actual, p. ej., el P. Gabriele Amorth, presidente de
la Asociación Internacional de Exhorcistas (30 Días, 2001, n.6), el P. René
Laurentin, miembro de la Pontificia Academia Teológica de Roma (El demonio
¿símbolo o realidad? Bilbao, Desclée de Brouwer 1998, 149-201), el IV
Congreso Nacional de Exorcistas celebrado en México (julio 2009).
Y al mismo tiempo disminuyen los exorcismos hasta
casi desaparecer en no pocas Iglesias. En las mismas fuentes que acabo
de citar puede verse documentado y analizado este hecho.
La apostasía generalizada en ciertas Iglesias
locales –pérdida de la fe en el demonio, absentismo masivo a la catequesis y
a la Eucaristía dominical, dejación de la confirmación y de la penitencia
sacramental, etc. –, lleva también al abandono despectivo de los
sacramentales: el agua bendita, las bendiciones, los exorcismos. Muchas
diócesis, incluso naciones, no tienen ningún exorcista. Y no pocas Curias
diocesanas, por acción o por omisión, eliminan prácticamente los exorcismos
de la vida pastoral, pues les ponen tantas exigencias y dificultades, que
prácticamente los impiden.
La desaparición de los exorcismos es hoy una pérdida
de especial gravedad, pues se produce justamente cuando más se necesitan. El
pueblo cristiano pide en el Padre nuestro diariamente «líbranos del
Maligno», y ya sabemos que nuestro Señor Jesucristo, gran exorcista, dió
poder a sus apóstoles para expulsar los demonios. Por eso hoy es una gran
vergüenza que los hombres asediados y poseídos por el diablo se vean en
graves peligros espirituales y en terribles sufrimientos sin la ayuda de
ciertas Iglesias locales, que se niegan a darles el auxilio poderoso de los
exorcismos, resistiendo así la palabra de Cristo: «en mi nombre expulsarán
los demonios» (Mc 16,17).
Reforma cuanto antes o apostasía creciente.