La curación según pentecostales y católicos
Por
monseñor Juan Usma Gómez
CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 14 julio 2007 (ZENIT.org).-
Publicamos el informe preparado por monseñor Juan Usma Gómez, del Consejo
Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, sobre «La curación
para pentecostales y católicos».
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El lema de la Semana de oración por la unidad de los cristianos de este año:
"Hace oír a los sordos y hablar a los mudos" (Mc 7, 31-37) nos remite a
uno de los temas aparentemente más controvertidos en las relaciones entre
católicos y pentecostales: la curación. En efecto, juntamente con el hablar
en lenguas, la insistencia —llena de expectativas— que se pone en las
curaciones milagrosas constituye uno de los "modos pentecostales" que
suscitan sorpresa y perplejidad acerca de su legitimidad y su sentido
propiamente cristiano.
Casi en todas partes del mundo, la promesa de curación se ha convertido en un
leitmotiv con el que las comunidades pentecostales y carismáticas atraen a
nuevos miembros (este hecho se ha constatado también durante los cuatro
seminarios sobre el ecumenismo organizados por el Consejo Pontificio para la
Promoción de la Unidad de los Cristianos en Brasil, Kenia, Senegal y Corea).
Aun admitiendo que esa visión es parcial, debemos reconocer que la promesa o
anuncio de curaciones realizadas constituye uno de los recursos más "eficaces"
para atraer a la gente en nuestros días. Ser curados o ser testigos de una
curación realizada en la comunidad de pertenencia resulta cada vez más
importante.
Si tomamos la Sagrada Escritura, vemos inmediatamente que los evangelios recogen
muchos relatos de curaciones. Indudablemente, la compasión de Cristo con los
enfermos y sus numerosas curaciones de enfermos de todo tipo son un signo claro
de que "Dios ha visitado a su pueblo" (Lc 7, 16) y de que "el reino de
Dios está cerca" (Mt 10, 7; Lc 10, 9). Ciertamente, el ministerio
de Jesús se realizaba a través de palabras autorizadas y obras poderosas. Las
curaciones que llevaba a cabo no eran simples obras taumatúrgicas; sin
excepción, estaban vinculadas a la fe del enfermo y se transformaban en
experiencias mesiánicas (cf. Mt 8, 6-10; 9, 21-22, 27-30; Mc 2,
4-5; 10, 50-52, Lc 17, 17-22; Jn 9, 1), aunque no siempre las
reconocían como obras buenas los que rodeaban a los enfermos (cf. Mc 2,
4-9; Jn 9, 13-40).
Sin embargo, en las narraciones del Nuevo Testamento Jesús no es el único que
cura. Jesús mismo da a los Apóstoles el poder de curar. Los Apóstoles y otros,
en el cumplimiento de su misión y como parte de ella, obran curaciones en nombre
de Jesús; nunca como manifestación de su poder personal o para sus fines propios
(cf. Hch 8, 13; 9, 36-43; 14, 8-11). Además, san Pablo, en su carta a los
Corintios, habla de un carisma especial de curación que el Espíritu Santo da a
algunos creyentes para que se manifieste la fuerza de la gracia que proviene del
Resucitado (cf. 1 Co 12, 9. 28. 30).
Hasta aquí todo parece claro. Pedir la salud del cuerpo y del alma es una
práctica conocida desde siempre en la Iglesia. Más aún, repasando las páginas
del Catecismo de la Iglesia católica, leemos que: "El Señor Jesucristo,
médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, que perdonó los pecados al
paralítico y le devolvió la salud del cuerpo, quiso que su Iglesia continuase,
con la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación, incluso en
sus propios miembros" (n. 1421). Los pentecostales comparten plenamente esa
afirmación; con todo, conviene notar que en el Catecismo con ella se introduce
el capítulo dedicado a "los sacramentos de curación", es decir, el sacramento de
la Penitencia y de la Reconciliación, y el de la Unción de los enfermos.
Para un católico pedir la curación es legítimo. En efecto, la Iglesia en varios
momentos y con ritos diversos reza plegarias litúrgicas con esta intención. Son
bien conocidos los santos taumaturgos y los diversos lugares de oración donde se
dan innumerables testimonios de curaciones milagrosas. Por consiguiente, pedir
la gracia de la curación no es ajeno a la praxis católica. Sin embargo, esto no
debe llevar al cristiano a olvidar que no hay mayor mal que el pecado y que nada
tiene peores consecuencias para los pecadores mismos, para la Iglesia y para el
mundo entero (cf. ib., n. 1488). La recuperación de la salud es
importante si ayuda a la salvación espiritual (cf. Mt 9, 5-8). La
curación es una gracia, pero la enfermedad no es necesariamente ausencia de
ella: la unión del enfermo a la pasión de Cristo es fundamental para su bien y
para el bien de la Iglesia (cf. Col 1, 24).
Los evangélicos y pentecostales tienen una visión diferente. Se habla a veces de
diversas teologías de la curación, que en general vinculan la curación a la
expiación de Cristo. Aunque se suele estimular de alguna manera la expectativa
de curación y aunque el ministerio de curación se considera un elemento legítimo
del evangelismo, con frecuencia algunos líderes pentecostales ponen en guardia a
los fieles y protestan contra ciertas prácticas ilegítimas que, ocultándose tras
promesas de curación, miran a proyectos personales que están muy lejos del
Evangelio. "La mayor amenaza para el movimiento pentecostal carismático en los
últimos veinte años de este siglo (el siglo XX) será el éxito y la ruina de los
"reinos personales", pues cuando se desplomen, como sucederá inevitablemente, se
desplomará con ellos la fe de aquellos cuya mirada no esté puesta en Jesús" (W.
MacDonald, The Cross versus Personal Kingdom, Pneuma 3/2, Fall 1982, en:
W. Hollenweger, Pentecostalism: Originis and Developments Worldwide,
Peabody 1997, p. 230).
La aparición de curanderos, hombres y mujeres, cuyas actuaciones resultan aún
más notorias gracias a los medios de comunicación social y a la realización de
grandes reuniones, ha suscitado problemas doctrinales y pastorales muy urgentes
para todos los cristianos.
Los curanderos modernos, definidos como pertenecientes sobre todo a la tercera
ola del pentecostalismo ("third wavers"), se remiten a diversas
tradiciones cristianas. Pero algunos de estos "tele-evangelistas" actúan más
bien como tele-vendedores de productos religiosos, con un consiguiente beneficio
económico, y a menudo en sus promesas de curaciones se percibe el engaño y el
intento de explotar la buena fe de las personas necesitadas. En esta lógica es
muy elevado el riesgo de una moderna "simonía" (cf. Hch 8, 18-25).
Suscitan perplejidad el uso caprichoso del presunto "carisma de curación" y las
revelaciones personales que a menudo indican la curación realizada o la
dificultad puesta por algunos de los presentes que impide que se produzca la
liberación del maligno. Refiriéndose a los pasajes del Nuevo Testamento, los
curanderos se definen con frecuencia como exorcistas; por tanto, la curación,
más que restablecimiento de la salud, es ante todo liberación del maligno.
Aun admitiendo la buena intención de las personas que ponen en ellos su
confianza, pueden surgir algunas dudas sobre la gratuidad y la solidez de la fe
de esas personas, que más que depender de Jesucristo parece depender de
milagros, curaciones y actuaciones de líderes. Así el Evangelio pasa a un
segundo plano.
También en la Iglesia católica, bajo el influjo del movimiento carismático, las
oraciones de curación rezadas en grupo son bastante comunes. La Congregación
para la Doctrina de la Fe publicó, el 14 de septiembre del año 2000, la
"Instrucción sobre las oraciones para obtener de Dios la curación", destinada a
los obispos con el fin de orientar a los fieles en esta materia; pretende
favorecer lo que hay de bueno y corregir lo que conviene evitar. La instrucción
comprende una parte doctrinal sobre las gracias de curación y las oraciones para
obtenerla, y presenta al final disposiciones disciplinarias al respecto (cf.
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de diciembre de 2000,
pp. 17-19).
Sobre la curación en la Iglesia, el diálogo internacional católico-pentecostal,
en su segunda fase, expresó algunas reflexiones que siguen siendo válidas,
aunque el tema requiere una ulterior profundización común con el fin de evitar
juicios injustos. Por lo que concierne a la curación, católicos y pentecostales
concuerdan (cf. Diálogo internacional católico-pentecostal, Relación final
1997-1982, nn. 31-40; original en: Consejo Pontificio para la Promoción de
la Unidad de los Cristianos, Information Service 55, 1984, II-III) en: la
necesidad de la cruz (la búsqueda de la curación no es una simple búsqueda de
bienestar); la curación es un signo del Reino; implica a la persona en su
totalidad; la espera confiada de recibir la gracia de una curación no es
contraria a la vida cristiana; Cristo es quien cura. Sin embargo, no hay acuerdo
ni convergencia en cuanto al aspecto sacramental y, en consecuencia, sobre la
importancia del ministro ordenado por lo que atañe a los sacramentos de curación
y en particular al sacramento de la Unción de los enfermos.
También hoy Cristo hace oír a los sordos y hablar a los mudos. También hoy se
concede a algunos creyentes el carisma de la curación. Pero, aun reconociendo la
posibilidad de la curación, pues estamos convencidos de que para Dios nada hay
imposible, no podemos considerar los milagros de curación como condición
necesaria para nuestra fe cristiana: no es necesario ver para creer (cf. Jn
20, 24-29).
Por tanto, el discernimiento espiritual es aún más necesario para descubrir cuál
es el ministerio auténtico. "A causa de la fragilidad humana, de la presión de
grupo y de otros factores, es posible que el creyente sea inducido a error en su
conciencia acerca de la intención y la influencia del Espíritu en sus acciones.
Por este motivo, es fundamental establecer los criterios para confirmar y
convalidar la actuación auténtica del "Espíritu de verdad" (cf. 1 Jn 4,
1-6)" (Diálogo internacional católico-pentecostal, Relación final 1972-1976,
n. 40; original en Information Service 55, 1976/III).
En nuestros tiempos, los carismas y los dones del Espíritu Santo resultan cada
vez más visibles; a veces incluso podríamos decir que excesivamente. Esta
situación requiere una orientación a fin de que la gente aprenda a identificar
adecuadamente los carismas y de que estos sean realmente ejercitados para el
bien de toda la Iglesia (cf. 1 Co 12-14). Proporcionar elementos de
discernimiento espiritual debería contribuir a detectar la autenticidad de una
experiencia espiritual y su conformidad con la doctrina de la Iglesia, evitando
así desviaciones e iluminando las "experiencias espirituales" de los creyentes.
Termino esta reflexión haciendo una invitación a leer, estudiar y analizar la
relación final de la quinta fase del Diálogo católico-pentecostal, que se
publicará próximamente. El texto ofrecerá la posibilidad de recorrer, sobre la
base de fuentes bíblicas y patrísticas, el camino de fe, conversión,
discipulado, experiencia comunitaria, y percibir la acción del Espíritu Santo
(de modo especial con respecto al bautismo en el Espíritu). Los miembros del
Diálogo presentan reflexiones comunes sobre cada uno de estos aspectos en la
situación actual, tratando de destacar no sólo la belleza de la vida cristiana,
sino también su dinamismo desde los orígenes. El documento está articulado en
tres puntos: cómo se llega a ser cristiano según la Biblia; qué sucedió durante
el período patrístico; y cuáles son los enfoques pastorales actuales de ambas
comunidades.